No hay que olvidar Afganistán
Transcurrido un año desde que la caótica retirada de las fuerzas militares occidentales dejó vía libre para el regreso al poder de los talibanes, Afganistán ha vuelto a sumirse en un régimen de represión, misoginia y miseria.
La comunidad internacional, atenta ahora a otras urgencias, parece haber olvidado a los afganos, pero debiera asumir al menos la responsabilidad de prestar ayuda humanitaria a la población sin afianzar el fanatismo religioso.
Son muchos los gobiernos tiránicos en el mundo, que no prestan ningún respeto a la democracia ni a los derechos humanos. Pero el caso de los talibanes en Afganistán resulta especialmente oprobioso por la intensidad y la falta de escrúpulos con la que ejercen la violencia institucionalizada contra las mujeres. Un año después del regreso al poder de esta secta fanática, los avances que en Kabul y en otras ciudades se habían podido constatar en la situación de la mujer gracias a la presencia occidental han desaparecido. Y ese es el signo del imperio de la represión y de la falta de libertades que se ha impuesto en el país. A lo que se añade una crisis que profundiza las insuficiencias económicas y sitúa a una gran parte de la población en la miseria. Las democracias occidentales, atentas a otros graves problemas, no deberían olvidarse de Afganistán, aunque solo fuera por la responsabilidad que han asumido al mantener durante veinte años una presencia militar, política y económica que pretendía modernizar el país pero que terminó en un estrepitoso fracaso y en una vergonzosa retirada. Hay que ayudar a los afganos y hay que hacerlo de manera que no se refuerce a unos gobernantes que, desvirtuando los principios religiosos del islam, postulan un fanatismo extremo, no muy distinto del que ha perseguido durante más de treinta años al novelista -de origen indio y musulmán- Salman Rushdie, quien sufrió el viernes un atroz atentado.