Ariadna y el Zahir

José Ángel, el viajero en el tiempo, no acredita ser Teseo.
José Ángel, el viajero en el tiempo, no acredita ser Teseo.
Claudio Rosselli

Por privacidad, la llamaré Ariadna, aunque José Ángel, el viajero del tiempo que me llevó hasta ella, no acredite ser Teseo. 

Cuando llegué, estaba aislada en su habitación de hotel, decían que bien provista de burbon, ocultando el efecto que puede producir en una mujer madura el desamor de un romance urgente. Al día siguiente, accedió a verme. Comprobé que la tristeza y la resaca no desvirtuaban lo que me habían dicho de ella. Lo acentuaban, incluso.

Nos sentamos frente a frente, sin reparar en quienes la observaban desde las otras mesas del bar. No se anduvo con rodeos. «Siempre he creído que, cuando alguien te deja, cabe la suerte de que lo haga sin miramientos, como sacudiéndose de la mano una inmundicia que se resiste a desprenderse». Así empezó, con voz de tabaco y terciopelo. «Un abandono ruin, con su traición, ayuda a soportar el dolor», añadió. «Y yo, ni de esto puedo valerme», apostilló.

A continuación, dejó en la mesa un papelito. Por la prevención con que lo hizo, evitando mirarlo, como si luchara en vano para no sufrir su hechizo, evoqué el ‘Zahir’, la moneda mágica que Jorge Luis Borges, personaje de su propio relato, no pudo evitar imaginar, hasta convertirla en su único pensamiento.

Ariadna me conminó a leer la nota en silencio y, al proceder, me conmoví. Había olvidado los rasgos de esa escritura. Sin fecha ni prolegómenos, decía así: «Nos amaremos en el futuro, como los marcianos de Bradbury, a la tenue luz de dos lunas, entre mares fosilizados, colinas azules, columnas de cristal y música de aroma floral». Tampoco había firma.

jusoz@unizar.es

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