Por
  • Ángel Garcés Sanagustín

Memorística

La educación actual parece valorar cada vez menos la memoria.
La educación actual parece valorar cada vez menos la memoria.
Toni Galán / HERALDO

Resulta paradójico que, mientras se intenta imponer una memoria colectiva oficial con la denominación de histórica o democrática, la memoria se valore cada vez menos en el sistema educativo, como parece desprenderse de la propuesta de reforma de la Evau (evaluación para el acceso a la universidad).

La prueba que más se puntúa en el examen de Derecho administrativo es la parte práctica, que consiste en resolver un caso hipotético con el consiguiente manejo de las leyes. Prima el razonamiento, pero está constatado que quienes mejor lo resuelven son aquellos que han despuntado en la teoría y, en consecuencia, quienes han realizado un previo esfuerzo memorístico.

Inopinadamente, ha surgido la palabra clave, esfuerzo. La ausencia del mismo nos puede conducir a una universidad ‘sin clases medias’, con una minoría de personas esforzadas y brillantes, que conviven con una mayoría displicente, pero ‘empoderada’, que flota a la deriva.

En mi época de estudiante, dicho esfuerzo era ineludible. En muchos casos me ha servido para entender mejor la Historia. Si he podido analizar con un mínimo rigor los acontecimientos que acaecieron en la España de 1936 es, entre otras cuestiones, porque, en su momento, retuve que esos hechos se dieron en un contexto histórico en el que descollaban dos grandes criminales, Hitler y Stalin.

Otra cuestión distinta es que la impericia de algunos profesores se intente enmascarar exigiendo a los alumnos inútiles esfuerzos memorísticos. Fue el caso de mi profesor de Formación del Espíritu Nacional que, al hilo de la explicación del sindicalismo vertical, nos obligó a aprendernos el nombre de los veintiséis sindicatos nacionales. ¿O eran más? Por fortuna, cuando llegué al bachillerato no me exigieron la relación cronológica de todos los reyes visigodos.

Frente a la idea de que la memoria es la ‘inteligencia de los memos’, sigo manteniendo que es útil para la formación y para la vida, sin que ello implique que deba ser la clave del sistema educativo o el pilar esencial de los procedimientos selectivos que se convocan para el acceso al empleo público.

En la actualidad, parece ser que Google resuelve cualquier laguna memorística o de conocimientos, aunque en la mayoría de los casos bien podría hablarse de ‘océanos’ en vez de ‘lagunas’. Una vida no se puede contener en la memoria de un móvil, por muchas fotos que se vayan acumulando a lo largo de la trayectoria vital. Los hechos que impregnan la retina se guardan con un color y textura especial en la memoria. Se habla mucho de ‘inteligencia emocional’ y, sin embargo, apenas se alude a la ‘memoria emocional’, que debería comportar la capacidad para seleccionar y recrear adecuadamente nuestras propias experiencias vitales para apuntalar nuestra identidad.

Los que han tenido que bregar, de una u otra manera, con esa horrible enfermedad que es el alzhéimer saben perfectamente que la paulatina pérdida de memoria lleva aparejada la destrucción progresiva de la identidad.

Hace poco he realizado el último viaje en el Canfranero, antes de que el servicio ferroviario se haya interrumpido por las obras que han de ejecutarse en las vías. No hice ninguna foto de los mallos de Riglos, ni tampoco del río Gállego serpenteando entre una frondosa e insurreccional vegetación. Pero los recuerdos de este último viaje permanecerán siempre arracimados en mi mente, produciendo un deleite que no conlleva la mera reproducción y revisión de imágenes.

Algunos alumnos me aconsejan que recurra a otros medios de transporte para viajar al Pirineo. Me dicen, por ejemplo, que con la aplicación Blablacar llegaría en la mitad de tiempo por la mitad de precio. Intento explicarles que yo no me transporto, que viajo. Les comento que me he convertido en un mero recolector de recuerdos. Les expongo que, en mi caso, ya es más importante el viaje que el destino.

Al fin y al cabo, cada vez está más próximo el último apeadero.

Ángel Garcés Sanagustín #es profesor de Universidad

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