Fascinación por lo peor
Se nos iban a terminar la harina, las mascarillas, los guantes y el papel higiénico. Podíamos morir.
Después, tuvimos que afrontar la escasez de microchips, juguetes de plástico y manguitos para motores varios. Con la subida del IPC y la guerra de Ucrania temimos por el pan, los piensos, los abonos… Y ahora parece que tendremos que afrontar una inmolación en hielo el próximo invierno porque nos van a recortar el gas y la electricidad, y si hay gasolina y leña a lo mejor no tenemos dinero para pagarlas. Mientras, la covid persiste, la viruela del mono acecha con sus pústulas y un brote de hepatitis que afecta a los niños se cierne sobre el planeta.
Ello, sin olvidar la ola de calor que nos asfixia y la previsión de que ha llegado para quedarse.
Desde hace casi tres años vivimos instalados en el terror permanente. No sé si el mundo se va a acabar, pero hace tiempo que lo esperamos con ahínco.
Ese miedo manda. Compramos a golpe de susto. Ahora acumulamos leña, ventiladores y gasoil.
Con estos vaivenes consumistas hemos hecho de oro a las farmacéuticas, las empresas de suministros sanitarios, distribuidoras de alimentación, las de logística y transporte, eléctricas, petroleras… Y los gobiernos se han encargado de blindar a las empresas armamentísticas.
Los humanos sentimos fascinación por las malas noticias, las creemos antes que la buenas. Así que compramos para combatir el después. Buscamos protección y seguridad. Es el neuromarketing. Y alguien hace caja.