Mendacidad y política

Mendacidad y política
Mendacidad y política
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El hábito de mentir es una vieja costumbre entre los seres humanos y, más si cabe, en el ámbito de la política profesional. 

Esa mendacidad tiene un carácter instrumental. Se juega con ella en tanto que medio para obtener el poder que, por lo general, se enmascara bajo el halo de bien común. El papel de las mentiras y sus efectos sociales ha generado una diversa e ingente literatura. Por ejemplo, Platón dedicó su ‘Hipias menor’ al tema. De hecho, Patricio de Azcárate lo tradujo en 1872 como ‘Segundo Hipias o de la mentira’ y en su introducción, con cierto desprecio, señalaba dos paradojas que merece recordar. La primera: "No hay diferencia entre el mentiroso y el hombre veraz: ambos saben igualmente la verdad, puesto que el uno la disimula, sabiéndola; y el otro la sabe, puesto que la dice". La segunda: "El mentiroso es superior al hombre veraz en cuanto disimula la verdad con conocimiento y voluntad, mientras que el hombre veraz puede engañarse y engañar a los demás involuntariamente: el embustero vale más, porque sabe lo que hace y hace lo que quiere, a saber, engañar". Si esto es así, parecería que apostar por la verdad es de bobos.

Más allá de la exégesis de ese diálogo platónico, hoy la mentira se ha instalado en la arena política española. Mentir se miente, como opinar se opina, pero nunca como ahora hemos asistido a ejercicios tan ostensibles de mentiras con fines políticos. Los ejemplos son muchos desde aquello de las armas de destrucción masiva en Iraq hasta los pactos con los herederos de ETA, por no entrar en plagios y fraudes de menor calado. La palabra de un político parece que no tiene ningún valor.

La mentira siempre ha estado presente en la política, pero en estos tiempos se ha
instalado como un elemento central

A esto hemos de sumar el cambio en las condiciones de contorno debido a las TIC, las tecnologías de la información y de la comunicación. Éstas han modificado el alcance, las posibilidades y los efectos de la mendacidad como herramienta política. De hecho, la amplificación de cualquier bulo es susceptible de alcanzar dimensiones planetarias. Las mentiras proliferan y se multiplican en la supuesta ‘Era del Conocimiento’. Maquiavelo tendría que reescribir ‘El Príncipe’ para incorporar el peso de la tecnología en la escisión estratégica de ética y política.

¿Tenemos que seguir aceptando las mentiras en la política? No, pero mientras los gobernantes perciban que salen gratis, no habrá cambios. Maquiavelo consideraba la mentira política como una necesidad que nace de la estupidez del pueblo. Esto se multiplica con las TIC. Las hordas de ‘trolls’ –usuarios de plataformas informáticas creadores de contenidos falaces y ruido– junto con la combinación de algoritmos generadores de desinformación le resultarían perfectos en su lógica, donde el fin justifica los medios.

Y las nuevas tecnologías contribuyen a
ampliar el radio de acción y los efectos dañinos de la mendacidad

Siempre cabe la perspectiva weberiana a la hora de hablar de mentiras en política. Weber matizó la cuestión mediante la separación de la responsabilidad –política– de las convicciones –ética–. Esa distinción es fundamental en cualquier político, más si es gobernante: no se ven los toros igual toreando que detrás de la barrera. La practicidad de lo político justifica esa separación. Es una disrupción dolorosa emocional y mentalmente, al menos para la ciudadanía que confiamos en la palabra dada. No es fácil aceptar el derecho del gobernante a mentir como han reclamado quienes interpretan la vida pública como un espacio donde las perspectivas y los juicios morales no son susceptibles de ser sometidos a demostraciones lógicas universales. En fin, un lío que traído a lo que vivimos cabe resumir con un par de refranes: ‘al pan, pan y al vino, vino’ y que ‘no nos den gato por liebre’.

Cuando nuestros políticos nos dicen una cosa hoy y otra mañana, cuando alguien miente más que habla, confunde y hace un daño irreparable en la vida en común. Las convicciones como axiomas indubitables que han de cumplirse tienen efectos peligrosos propios del dogmatismo, pero la mendacidad como atmósfera socialmente aceptada daña las bases de la convivencia y apunta al abismo. En estos tiempos de Internet, de ‘fake news’ y de lo que se ha llamado ‘post-verdad’ queda mucho por pensar sobre los usos y efectos de la mentira en la política y en la vida pública.

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