Hará un año

Hará un año
Hará un año
Heraldo

Sentir el paso del tiempo no es algo tan evidente. 

Parece trivial, pero no lo es. Hay quien dirá que basta con mirar las saetas de un reloj. No es suficiente. No basta con observar la sucesión de noches y lunas, ni de amaneceres y puestas de sol. El tiempo pasa y, ciertamente, se nota en el cuerpo, pero sólo se hace humano cuando lo contamos. Para comprender el tiempo, para explicar que somos en el tiempo necesitamos, como diría Paul Ricoeur, de la narración. Al narrar lo que vivimos reconfiguramos lo que somos y, ahí, tejemos nuestra personal urdimbre de historias, olvidos, recuerdos y fantasías. Esa narración nos permite sentir los posos de lo vivido. Nos permite leer esas huellas que configuran nuestra forma de ser, los hitos que anclan el pasado y lo que está por venir. Cada quien tiene sus propias fechas, su tiempo y su cadencia.

La muerte de una persona querida nos enfrenta a una manera radical de sentir el tiempo; es probablemente la experiencia humana más trascendental

Por ejemplo, este fin de semana, el 29 de mayo, hará un año de la muerte de mi madre. Parece mentira. Cierro los ojos y se hacen presentes infinidad de recuerdos y sensaciones. Ella está aquí. Sigo dialogando en mi interior con su voz en mi memoria. Aunque obviamente ya no puedo abrazarla, hay una presencia que habita mi espacio emocional y vital. Es difícil expresar con palabras esa experiencia, tiene algo de inefable, donde cabe decir: no es un sueño, es la propia vida.

Quizá por eso, cuando de soñar se trata, vienen a mi conciencia los versos de Calderón: "¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son". Al parar cuenta de esas palabras emergen dos lados del soñar. Uno, la pérdida de razón que adormece y deja paso a la miseria de la realidad. Ahí es donde se producen, valga como ejemplo, los monstruos que Goya atrapó en sus dibujos. Otro, la capacidad de movilizar la voluntad al servicio de un sueño y también de las ilusiones. Así se rescata la cara de la moneda. O la cruz, según se mire. Depende de cómo se cuente.

A mí me parece fascinante esa ambivalencia. Se hace más potente con el paso del tiempo y la prueba del otro. Es decir, cuando los días van llevándose las hojas del calendario se comprueba qué cosas quedan tras el paso implacable del tiempo vivido. Ahí –en ese instante donde se vuelve la vista a lo que fue y ya no es– uno tiene la oportunidad de preguntarse qué permanece de aquello que vivió y recuerda. Pero también en ese mismo instante puede mirar a los días que están por llegar, a lo que será y todavía no ha vivido. Entonces, además, es el momento de ponerse en otra perspectiva –en el lugar del otro– y ver si resiste el contraste.

Nos obliga a constatar que la agenda de la vida se nos escapa de las manos

La muerte de una persona querida es una forma radical de sentir el tiempo. Es, posiblemente, la experiencia humana más transcendental. Cualquiera que haya pasado por ese trago sabe a qué me refiero. Es bien difícil de explicar y metabolizar el dolor, la congoja y el caudal de emociones que acompañan a ese mal trago. A veces, es tan difícil que incluso se puede morir de pena, pues no se quiere vivir sin quien se fue. O sin más, enfermar, somatizando el dolor emocional que produce la pérdida. Sin embargo, no queda más remedio que lidiar con el presente y con el almanaque. Así se constata que la agenda de la vida se nos escapa de las manos. Por muchas marcas, reservas, citas y ‘eventos’ que uno quiera añadir, se escapa al propio control. Y cuantos más años se acumulan en las espaldas, más oportunidades hay para constatar cómo se alternan la dicha y el infortunio.

Las horas, los días, las sorpresas vienen y van. Son como son, se nos dan o se nos niegan. Llegan y en más de una ocasión desbordan las previsiones e ilusiones sembradas antes. Entonces, recordando –volviendo a pasar por el corazón– es posible decir hace un año, hace dos… hace tanto que estoy vivo. Eso es salir del presente para sentir el tiempo. Algo parecido a sujetar la fuerza de la ilusión de quien soñando sabe que sigue viviendo. Hará un año, sí. Y mientras siga latiendo mi corazón y resistiendo mi memoria, podré volver a contar dentro de doce meses, cuando la Tierra vuelva a estar en este mismo punto alrededor del Sol, que el tiempo pasa y sigo recordando cuánto te quiero.

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