Por
  • Octavio Gómez Milián

Doctor Orós

Dr. Orós
Dr. Orós
Pixabay

Un acordeón se desmontó en silencio hace unas semanas. 

Solo quedaba la melodía de la pesadumbre, el eco de la multitud que era sombra infinita, como el mar que se ausenta, en la iglesia donde se despedía Zaragoza del doctor Orós, de Daniel Orós. Un hombre para el que hoy me faltan letras en el alfabeto de mi infancia, palabras en el diccionario de la vida... cómo explicar al mundo para qué nacimos, qué misterio es la muerte cuando se empeña en apagar una luz joven y generosa, un símbolo de lo más hermoso, el traspaso entre la oscuridad primera y el abrazo entre madre e hijo, casi un fundido impoluto. Cuántos de los que hoy ya no vestimos pantalones cortos, los que llevamos de la mano a nuestros propios hijos, cuántos de nosotros, zaragozanos, aragoneses, vinimos a este mundo insumiso ante la felicidad plena, gracias a las manos entregadas del doctor Orós. Las madres que se preguntan hoy cuántos pañales ha visto cambiar la historia, la historia que es una casa que no tiene infancia, que ya nace grande. Las que fueron madres, los que fueron hijos, todos los que se reconocían en su rostro jubiloso y dispuesto, todos se afanan en contener las lágrimas con el dique del agradecimiento. El doctor Orós se marchó y dejó a su mujer, afluentes los dos del río de sus hijos, herederos de su buen hacer profesional, pero, sobre todo, de su generosidad y entrega. El doctor Orós se ha ido cuando su ciudad recibía por fin la primavera, dejando tras de sí la cátedra más importante: consolad mi ausencia con el recuerdo de mi presencia.

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