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Ciudades

El embajador Marcos Gómez Martínez, saliendo del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso
El embajador Marcos Gómez Martínez, saliendo del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso
Reuters

La imagen del embajador español en Moscú, Marcos Gómez Martínez, abandonando el Ministerio de Asuntos Exteriores ruso tras serle comunicada la expulsión de 27 diplomáticos de la legación representa un resumen casi perfecto de la mirada internacional que proyecta Vladímir Putin. Gómez Martínez, con una pequeña carpeta bajo el brazo, empuja la que parece ser una pesada puerta en la que todavía se aprecian dos enormes estrellas soviéticas que en su interior tienen grabadas la hoz y el martillo. Muchos años después del derrumbe de la Unión Soviética, la puerta de entrada, y de salida, del Ministerio de Asuntos Exteriores mantiene la simbología de un tiempo que Occidente pensaba superado.

Los intentos de aproximación de Europa y Estados Unidos hacia Rusia, amparados en el empeño de las democracias liberales por convivir en un mundo globalizado repleto de oportunidades e intercambios comerciales, han fracasado. Tras más de 30 años desde la caída del Muro de Berlín, la desconfianza, lejos de rebajarse, registra un nivel que no invita a pensar en ninguna rectificación. La invasión de Ucrania, expresión de una concepción violenta y trasnochada del mundo, ha logrado apartar definitivamente a Rusia de la órbita occidental, a la vez que ha alterado el equilibrio de neutralidades y pesos diplomáticos. La decisión de Suecia y Finlandia de integrarse en la OTAN confirma la llegada de un nuevo tiempo donde conceptos como la globalización quedan en entredicho. Putin, en lugar de ensanchar el mundo, lo ha empequeñecido para crear una nueva fragmentación más propia de la Guerra Fría donde el aislamiento se convierte en un factor desde el que se comprenden las relaciones internacionales. Como explicaba Tocqueville, «el despotismo ve en los aislamientos de los hombres la garantía más segura de su propia duración, y de ordinario pone todas sus precauciones en aislarlos». Putin ha jugado a aislarse de Europa optando por China, a distanciarse de una tendencia occidental que pretendía anular las fronteras para enlazar las tendencias, los razonamientos y las oportunidades.

Esta evidencia geopolítica alienta la conversión de las ciudades en las nuevas protagonistas de este tiempo. La pesada carga que arrastran los Estados, adscritos a los bloques, concede a las ciudades, al igual que las ciudades-estado en el pasado, una nueva oportunidad y un nuevo florecimiento. La urgencia por corregir las fuertes dependencias descritas en forma de debilidad, descubiertas con la pandemia o con la guerra de Ucrania, fija en espacios más reducidos, pero también más ordenados, una ventaja competitiva para la atracción de la inteligencia y las oportunidades. Tal y como señala Edward Glaeser en su ya clásico libro ‘El triunfo de la ciudades’, «todas las ciudades prósperas tienen una cosa en común. Para prosperar, una ciudad tiene que atraer a personas inteligentes y permitir que colaboren unas con otras. Sin capital humano no hay ciudad próspera». Este es el reto del siglo XXI: la conversión de las ciudades en nuevos polos de atracción, en lugares donde se evite la fuga de talento y donde el atractivo no solo resida en el disfrute de una buena calidad de vida sino en la obtención de una oportunidad profesional desde la que participar en el discurrir del mundo. Las ciudades que no se preocupen por la concentración de valor perderán esta oportunidad, quedando desplazadas del futuro.

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