Turbulencias
El otro día miré la lavadora en el momento del centrifugado y vi claro el símil.
En cambio, la mente, caprichosa, me llevó a otra palabra, ‘turbulencias’, y supe que así se llamaba esta columna.
No sé por qué a veces confundimos las ideas o por qué nuestro cerebro, casi siempre anárquico, salta de un lugar a otro, pero el caso es que de las revoluciones pasé a las turbulencias, y de ahí –apenas otro salto más– a una identificación con un estado vital que a menudo me acompaña, el de ser incapaz de gestionar las ideas y algunos problemas, que el pensamiento viaje más rápido de lo que puedo digerir, que todo parezca temblar en exceso y descolocarse y que tenga la inmediata necesidad de crear (aunque sea algo no muy bueno, prescindible, como casi todo), para devolverme la coherencia o enchufarme el antídoto necesario. Creo que la literatura puede surgir de un estado turbulento e inestable, en mi caso al menos así suele funcionar, y que a menudo desde ahí surgen las manifestaciones del arte.
Cierro estas líneas con un regreso a la lavadora, porque también creo que solo después de esos minutos de centrifugado finales en los que todo parece estallar estamos dispuestos a ponernos la ropa limpia. Olemos mejor. Como ese abrazo (la caricia creadora) con un desconocido en pleno vuelo en el momento que cesan las turbulencias y sabemos que el avión sigue en pie, surcando todavía los cielos. La suerte de seguir viviendo.