Por
  • Julio José Ordovás

Iris y Eduardo

La pandemia y el arte.
Iris y Eduardo
Oliver Duch.

Veo a Eduardo Laborda y a Iris Lázaro frente al escaparate de una tienda de antigüedades y me acerco a saludarlos. 

Están contemplando un lienzo allí expuesto. "Pero mira qué verde, qué frescura tiene", le dice Eduardo, entusiasmado, a Iris, que asiente con un murmullo de afirmación. El cuadro, me explicará después Eduardo, es un maravilloso paisaje alpino de Mariano Barbasán en el que el verde de las laderas y del pasto brilla, efectivamente, con una perenne frescura.

Laborda es el mejor retratista aragonés, ha dicho Pedro Santisteve, cuyo espléndido retrato, con el renovado Mercado Central de fondo, ya cuelga en el Salón de Recepciones del Ayuntamiento. Zaragozano de Ciudad Jardín, bohemio del Bonanza, el Leonardo baturro, Laborda es un enamorado de la gran urbe dorada, a la que ha pintado, amorosamente, una y otra vez, dotándola siempre de una dimensión onírica. Su casa, en la calle Manifestación, además de taller y pinacoteca, es un gabinete de maravillas, el botín de un detective pictórico y de un coleccionista afanado en recomponer la memoria artística y sentimental de su ciudad, a la que le dedicó una auténtica joya de libro: ‘Zaragoza, la ciudad sumergida’.

En la presentación de mi ‘Peatón’, Iris me regaló una herradura. ¿Me está llamando burro?, fue lo primero que pensé. Pero no: aquella gastada herradura la había recogido su padre, José Lázaro Carrascosa, de los caminos de Trévago. Este pequeño pueblo de Soria es el paraíso perdido y reencontrado de Iris, que es la pintora del frío de la memoria. Guardo la herradura no solo como un talismán: también me transporta a los caminos polvorientos de mi infancia.

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