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Las fresas de la autoestima

Fresas silvestres
Fresas silvestres
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Era una fresa silvestre de potente aroma y relativamente ácida. La lenta maduración le proporcionaba un exquisito e intenso sabor. Se trataba de un fruto extraordinario pero, aunque se cultivaba en el término zaragozano de Santa Cruz de Grío, se comercializaba con el nombre de fresas de Aranjuez impreso en sus cajas.

Lo contaba en su día Alejandro Toquero en estas páginas y ayer lo recordó un oyente radiofónico en una emisora nacional. Es como si lo ajeno fuera siempre mejor que lo propio. Si sentáramos en un diván imaginario a los artífices de este ejemplo de la comarca del Valdejalón y otros similares, que los hay a miles en tierras aragonesas, el diagnóstico sería autoestima tan a ras del suelo como las frutillas silvestres.

Es un síntoma que se observa especialmente en las áreas rurales, que sufren desde hace décadas el estigma de la pérdida de población, y con ella de la vitalidad y energía necesarias para insuflarle una dosis de orgullo y dignidad a sus escasos habitantes.

Aragón sufre desde tiempos inmemoriales cierta tendencia al derrotismo, la insatisfacción o el sentimiento de fracaso, aunque a este territorio lo adornan virtudes del pasado y del presente que para sí quisieran otros pueblos.

Lo bueno es que este mal tiene cura, y en ello se lleva tiempo trabajando: el tratamiento consiste en seguir haciendo bien las cosas y abrir las puertas para que se conozcan sus extraordinarios méritos en todos los campos. 

Lo que no tiene cura es la prepotencia y la altivez: hay quien pretende defender su autoestima (ya de por sí estratosférica) manchando los emblemas de los demás para hacerse notar.  

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