Espejos rotos

Espejos rotos
Espejos rotos
Pixabay

Dice el dicho que los hijos somos el espejo de nuestros padres. 

Este adagio no forma parte del refranero español, pero se merece un sitio junto a otras sentencias bien conocidas como ‘de tal palo, tal astilla’ o ‘de padres gatos, hijos mixinos’. Este ‘nuevo’ proverbio, posiblemente, va más en la línea de otros ejemplos como: ‘a padre guardador, hijo gastador’; ‘de padre santo, hijo diablo’… Cada paremia tiene su sustancia y su sustento en experiencias socialmente compartidas. Así se cargan de eternidad y se consolidan en el ‘alma popular’, como escribía Machado. Y parafraseando al poeta, cabría decir, ‘procura tú que tus ideas vayan al pueblo a parar, aunque dejen de ser tuyas para ser de los demás’.

Si es cierto lo de ser espejo de los padres, pregúntese usted, ¿cuánto de los suyos repite? ¿Qué formas identifica de su madre y de su padre? Y esto va más allá de los rasgos físicos, de la genética. Eso es lo fácil. Aquí hay que detenerse a pensar en lo que no se ve, pues más de una vez somos poco conscientes de esos detalles intangibles –epigenéticos– que nos han modelado para ser lo que somos. Rebasa las bases biológicas. Por lo general, tendemos a creernos singulares, ¡individualísimos! De hecho, somos únicos, pero cuando nos miramos en la familia, vemos que no tanto. Incluso resulta sorprendente descubrir cómo copiamos y reproducimos lo que ahí hemos vivido. Así se pueden rastrear los efectos positivos y también negativos de esa transmisión emocional, cada vez más compleja en las configuraciones familiares contemporáneas.

En la familia, a veces la relación entre padres e hijos se rompe, se vuelve tóxica y
provoca no poco daño y sufrimiento

Ahora propongo que mire en esa otra dirección. Salga de sí para encontrarse. Si usted tiene descendencia –biológica o no– es una experiencia descubrir cómo al otro lado, en ese ‘alter ego’ se refleja en carne y hueso lo que uno es. Sin azogue, sin bruñir superficie alguna, muestra la imagen que, por mímesis, incorpora a su manera de ser lo que menos nos gusta de nosotros mismos. En estos espejos puede haber trampas, pero muestran lo que hemos sembrado. Así se descubre que mucho más importante que los genes son las dosis de amor o su ausencia, pues no siempre se acierta. Es más, incluso se rompe el espejo.

A veces el infierno está en lo más íntimo. Y ese dolor puede somatizarse y convertirse en un tormento e incluso cronificarse. No obstante, es posible remontar. Siempre es posible soñar y cambiar la perspectiva, sobre todo, superar la ira, la frustración para incluso aceptar lo inaceptable. Entonces, en ese diálogo interior se produce una liberación salvífica de esas emociones que duelen infinitamente. Es bien difícil, en ambas direcciones. Las dos son trágicas. Aunque, quizá, es más difícil explicar cómo es posible que un padre o una madre haga daño a sus hijos o hijas. Es terrible. Los padres tóxicos existen. ¿Qué hacer entonces?

Hay que buscar estrategias para encauzar los sentimientos heridos, expresarlos y terminar perdonando y perdonándose

No hay recetas, ni respuestas universales. Cada caso tiene sus circunstancias y grados de heterogeneidad, aunque caben algunas estrategias. Primera, reconocer las propias heridas. Los daños percibidos tienen infinidad de formas y variaciones, cada uno sabe cómo. Segunda, identificar las causas del daño. Saber de dónde viene el dolor. Tercera, acotar las mentiras, las manipulaciones que se esconden tras el velo del amor debido. Cuarta, poner distancia. Quinta, no negociar con el propio sufrimiento, ni aceptar justificaciones de un amor que daña e impide ser feliz. Eso no es amar, ni ser amado. Sexto, decir la verdad y decirse la verdad que, en estas circunstancias, requiere mirar en el espejo interior. Séptimo, perdonarse. El diálogo interno abre la puerta a un camino necesario para metabolizar ese daño que resulta incompresible.

La tarea es aprender a recomponer las piezas rotas, sin buscar bálsamos sustitutivos ni clavos que incrusten más adentro el desamor. Mirar desde fuera ayuda a ver cómo se rompió algo más que el espejo. Sobrevivir a la maldad de un padre de esas características no es tarea de un día. El mal no es solo una cuestión teórica. La cuestión ya no es mirar, sino un hacer. Es una lucha práctica contra lo que no debe ser. Y verbalizarlo, hablar y abrir ventanas que permitan encajar el duelo para ganar libertad y seguir viviendo. Merece la pena.

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