La muerte del pop

Jesús Mariñas
Jesús Mariñas
Efe

La noticia de la muerte de Jesús Mariñas pasó como algo intrascendente por muchas de nuestras vidas cuando realmente lo que se fue con él, como con tantos otros, fue un icono pop de andar por casa que a muchas generaciones nos distancia un poco más de las más recientes y de las venideras. 

Mariñas participó del esperpento televisivo como vía alternativa y posible del periodismo del corazón, atizando nuestros cerebros con aquel "¡que te calles, Karmele!", que muchos somos incapaces de contextualizar pero del que nos sentimos hijos y herederos. La muerte del periodista, como la de cualquier famoso con relevancia en lo popular, es la muerte de un cordón umbilical generacional al que toca sobreponerse pero que, irremediablemente, nos mete algo más en la caverna de nuestros coetáneos. Ahí están el "jarl" y el "no puedor" de Chiquito de la Calzada; e incluso algunas palabras sueltas de las canciones de Pau Donés, entre otros. Porque vale que de Jarabe de Palo mi gusto musical rescata cuatro o cinco canciones, pero los veranos en la piscina municipal de Casetas, con mi Maxibon en la mano, y sus temas sonando por la megafonía, ni me los quita nadie ni me los podría quitar yo mismo.

Aquí la cuestión es cómo encarar el resto de la vida cuando por ejemplo estoy con mis sobrinos que no llegan a los 7 años y, mientras me apalean con peluches, les intento hacer una broma como el "no siento las piernas" que Santiago Urrialde se inventó para Rambo, y los niños me miran con la cara de Nicolas Cage en todas las películas: de cera, sin sistema nervioso central.

Con las redes sociales sucediendo y sucediéndose, el ritmo vertiginoso de las referencias pop y sus latiguillos se me antoja infinito como para estar actualizado. Por eso el otro día subí mi primer ‘storie’ a Instagram y después me puse triste. ¿A dónde voy yo con esto? Y así me enfoco hacia ese reservorio del lenguaje generacional que limita en la convivencia como el esfuerzo que hacemos cuando de adultos estudiamos un idioma y nos cuesta decir que tenemos sed.

El único consuelo posible, asumiendo el hecho biológico de la muerte propia y de los referentes de una época, es que me sobreviva el látigo de Labordeta por si un día, harto de todo, trasnochado y disonante, solo me queda estallar con un referencial: "¡A la mierda!".

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