Fotos
Nunca nos gustaba perder en los simulacros de guerra que armábamos de niños.
Indios o soldados del 7º de Caballería, combatíamos como si ante nuestros ojos se desarrollara la vida real. Es curioso que los fabricantes de monigotes no confeccionaran muñecos de víctimas. En las guerras de niños no había caídos con los gestos desfigurados, ni ancianos con un reguero de sangre tachando su rostro. Y, revolviendo nuestra memoria, reconocemos que nuestros clásicos hablan de los centenares de muertos en la batalla, pero se libran muy mucho de describir los cuerpos retorcidos que jamás retornarán a su casa. Es como si la guerra no existiera excepto para los generales que merecían una descripción cuidadosa y un panegírico notable o para los ilustres vencidos a los que les concedía el torpe privilegio de la inmortalidad de su nombre. Batallas sin víctimas visibles, guerras con animales destripados. Y todo cambió a lo largo del siglo XX: de pronto, los combates se humanizaron y comenzamos a descubrir que las víctimas tenían rostro. Jamás olvidaremos la terrorífica foto de la niña quemada, que inmortalizara Nick Ut, la ejecución de Saigón, que Eddie Adams congeló, o la muerte de un miliciano del enmascarado Capa. Sería injusto olvidar el trabajo de G. Sánchez. Así que ya sabemos que la guerra provoca fantasmas acribillados y retorcidos, además de generales laureados. Estas semanas, viendo las feroces carcinerías despachadas en Ucrania vuelvo a pensar: nosotros somos los verdugos. Aquí no hay inocentes.