Por
  • Isabel Soria

En chanclas

En chanclas
En chanclas
Pixabay

Hay muchas cosas comunes que son una tremenda involución. 

Un ejemplo es la chancla. Es incómoda, horrorosa y deja a la vista la más fea de nuestras terminaciones: los pieses, que se dice. Pero, aunque feos, los pies son un importante extremo de nuestro cuerpo: nos facilitan el movimiento y el equilibrio, y por ello hay que cuidarlos de pisotones y otros daños que pueden infligir terceros.

Jamás entenderé el amor que tienen los extranjeros –ojo, no todos, fundamentalmente esto se da en la raza vikinga o celta y del norte de Europa– hacia la chancla. Nuestros vecinos más septentrionales calzan chanclas en pleno invierno hispano. Atónita me he quedado siempre. ¿Cómo puede ser que cuando se está a una temperatura más bien tirando a baja, cada vez que estás en un lugar turístico –Madrid, Ávila, Segovia, Toledo, Zaragoza…– encuentres a algún guiri e incluso enjambres enteros en chanclas, y no solo los adultos, sino también los niños? ¿Es que no tienen frío? ¿Es que sus hijos no se ponen malicos? ¿Es que no hay calcetines en sus lugares de origen? ¿Es que no es mejor para los duros suelos españoles proteger tus pies con algo que no sea una chancla? Este calzado, además, facilita que tus extremidades sean víctimas de innumerables torpezas propias o ajenas. Afirmo que la chancla es una nefasta aliada para cualquier excursión, ya sea urbana o rural, y es la causante de resbalones, esguinces y accidentes y, ojo, quemaduras por el sol. Ay, la chancla. De tira, de baño o de dedo. No sé con cual me quedo. 

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