Por
  • Ana Alcolea

Europa

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Hace unos días paseaba por los jardines de la cartuja de Valldemosa y me encontré con el busto de Chopin, que mira desde sus ojos de bronce a los viandantes que acuden al lugar atraídos por la belleza del entorno y porque ahí vivió él junto con la fascinante Aurore Dupin. 

Eran tiempos en los que nacía un espíritu europeo, no forjado por intereses políticos ni económicos, sino culturales. Años de traducciones, de viajes, de publicaciones, de conciertos. Años de convivencia entre compositores y escritoras, entre coleccionistas y cantantes de ópera, entre novelistas y pintores.

Los magníficos libros de Orlando Figes y de Marta Vela estudian y recrean un mundo que estamos haciendo desaparecer mediante la mediocridad, el ombliguismo y la soberbia. Entre las invasiones napoleónicas y la Primera Guerra Mundial se vivieron guerras en Europa, pero también un sentimiento de unidad cultural que viajaba en tren del uno al otro confín, casi como el pirata de Espronceda. Con la muerte de Richard Wagner, de Pauline Viardot, de Ivan Turguenev, de Frederic Chopin tal vez se fue acabando el espíritu cosmopolita de aquella Europa que se reunía en torno a la música, el arte y la literatura en salones de París y de San Petersburgo. Las trincheras, las cámaras de gas y los bombardeos masivos nos igualaron, y nos igualan, en la atrocidad; sustituyeron, y sustituyen, el sueño de quienes pensaban que la cultura podía unir el mundo. Ya escribió Goya aquello del sueño de la razón y de los monstruos. 

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