Arte: recuerdo y promesa

Creo que el arte debe integrar dos ideas, por un lado debe contener presencia del pasado y por otro, un anuncio gozoso del futuro, es decir una promesa.
Hemos convertido el arte y la cultura en objeto de consumo y esto no sucede únicamente por la actitud de los creadores, también por la disposición de los usuarios, administradores, propietarios o espectadores. Y no me estoy refiriendo al arte social, si es que existe un arte que no sea social, hablo de lo que considero simple y llanamente arte. ‘Diseño’, ‘gestión’, ‘promoción’, ‘mediación’, ‘visualización’, etc., deberían ser conceptos muy colaterales al arte y no tan sustanciales.
El arte brota en cualquier sociedad porque las inercias habituales no explican lo que sucede, no dan respuesta a pulsiones o carencias profundas; el arte no precisa intermediarios, el arte contesta una pregunta no formulada, el arte surge aunque la Administración no lo apoye.
El concepto de ‘artista’ incluye una trampa, creo que todas las personas somos artistas en muchas ocasiones de nuestra vida, en aquellas en las que creamos algo que contiene ‘recuerdo y promesa’ para nuestros congéneres o para nosotros mismos y si al realizar esa creación nos sentimos implicados, en ese compromiso se completa a mi juicio la tercera característica del verdadero arte.
Suele suceder que las empresas artísticas priorizamos la rentabilidad, que los gestores culturales analizan, y por tanto creen saber, lo que necesita la sociedad en la que se mueven y que el público consume u opta por lo que le gusta o interesa, pero no acaba de ser así; las empresas artísticas deberíamos, en ocasiones, priorizar el servicio a la comunidad. Los gestores y la Administración a menudo se mueven por modas, criterios muy personales o preferencias sin acabar de realizar la siempre compleja ‘escucha’ y detección de necesidades y anhelos. Estos gestores y la propia Administración deberían saber que en la tarea de propiciar arte y cultura para llegar a ser sociedad en sentido pleno, cuentan con algo más que la colaboración de artistas y público y que los ciudadanos no somos únicamente usuarios, demandantes o clientes; somos, o debemos ser, protagonistas de nuestra vida cultural. Reconozco también que el público, a menudo, busca cubrir falsas necesidades impuestas por epatantes imágenes publicitarias, y esta audiencia anónima, entre la que me cuento en ocasiones, debe asumir también su condición de artista y no hacer dejación de esa oportunidad de crecimiento y comunicación.
Desde la Administración se suelen dar distintas respuestas a lo que se considera demanda cultural. Si se piensa en clave de consumo se dará un bono cultural; si se pone el acento en la concienciación, la ecología, la multiculturalidad o el feminismo, se primará el arte cautivo de los valores; si se prioriza el futuro, la intervención será didáctica; si se pretende adornar, entretener o ‘culturizar’ a la ciudadanía, es fácil reproducir clichés tal vez provenientes de otras culturas, como ya se pretendió en su día con el malogrado proyecto del Teatro Fleta-Centro Dramático y se pretende ahora con una orquesta sinfónica aragonesa. Pero si de verdad se quiere fomentar una sociedad viva, creativa, crítica, con memoria y esperanza –que buena falta nos hace– recomiendo conocer lo que sucede, pararse a percibir lo que surge en este viejo país, romper esos compartimentos estancos que entre todos hemos ido creando. Es menester una mirada abierta que trascienda y a la vez integre, ¡Ahí es nada!, lo rural/urbano, profesional/aficionado, artista/público, comercial/arriesgado, entendido/profano, administrado/administrador.
Ahora que se anuncian unas jornadas sobre la ley de la cultura y los recursos culturales, comparto estas reflexiones de titiritero trotado, quedo a su disposición.