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  • Carmen Herrando Cugota

Enseñanzas agustinianas

Enseñanzas agustinianas
Enseñanzas agustinianas
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Cuenta san Agustín que, de niño, en su pueblo (Tagaste, actual Souk Ahras, en Argelia), un día al anochecer fue a robar peras con sus amigos. 

Seguramente lo harían no pocas veces, a escondidas, solo por divertirse, por vivir esas subidas de adrenalina que producen las emociones fuertes, como hacían muchos chavales de nuestros pueblos —puede que lo sigan haciendo cuando se olvidan del móvil—. Aquello marcó al joven Agustín porque cayó en la cuenta de que había robado las peras solo porque sí, pues ni siquiera se las comieron, sino que las dejaron tiradas por ahí cuando huían escopetados ante la temida aparición del dueño del campo. Tras su conversión, Agustín narra este episodio en las ‘Confesiones’, una de las obras clásicas más bellas. Así le dice a Dios: "Lo cometí [el hurto] no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado".

El filósofo y padre de la Iglesia reconoce que al robar aquellas peras cometió el mal simplemente por hacerlo, sin ninguna necesidad y sin otra consecuencia que no fuera malmeter las peras de aquel vecino por simple divertimento. Esta reflexión agustiniana fue la que trajo la palabra ‘robaperas’ a nuestra lengua; consta aún en el Diccionario de la RAE, pero ha perdido su mordiente, como lo van perdiendo, lamentablemente, las nociones que tienen algún fuste moral, porque en nuestra sociedad es cada vez más común la postura de evitar herir sensibilidades… Robaperas designa simplemente un "individuo de poca valía que comete faltas de escasa importancia"; ya no tiene el sentido grave que le dio san Agustín, quien recordaría el episodio de las peras después, cuando pensaba en el mal.

El núcleo de la enseñanza del famoso robo de las peras está en reconocer la capacidad del ser humano para hacer el mal sin más motivo que el de llevarlo a cabo, aunque se puedan añadir ‘razones’ como la venganza, el ajuste de cuentas o, simplemente, la apetencia, el poder o el mero juego. Lo importante es que nos pone en guardia ante nosotros mismos y nos recuerda que, en cuestiones de iniquidad, no hay que buscar más allá de la condición humana. Tendemos a señalar culpables o chivos expiatorios, como mostró René Girard, pero la maldad está en nosotros como lo están también la maravilla y la esperanza, porque el hombre es un ser de contradicciones.

Hannah Arendt conocía la historia de las peras y supo leerla con hondura, pues dedicó su tesis doctoral a san Agustín. Puso el dedo en la llaga presentando la banalidad del mal como novedad moral de nuestro tiempo; acertó al desenmascarar el mal banal asociándolo a la indiferencia, pero ante todo a una falta pretendida de pensamiento y de conciencia, y a la consiguiente indolencia ante el padecer ajeno. Su enseñanza pone en el centro el individualismo egoísta al que conducen la mera búsqueda de bienestar y el engorde del ego, tan presentes en nuestro mundo, lo que la pensadora interpreta como negación a actuar como personas: cerrarse a la apertura a los demás, cerrarse a la realidad, y no querer admitir la dimensión interior y la conciencia. Arendt mostró que no somos hoy mejores que quienes callaron ante los totalitarismos del siglo pasado; que la condición humana es la que es. Y enseña, como san Agustín, que lo esencialmente humano es comprender que nuestra fuerza moral radica en ejercitar honradamente el pensamiento y llevar una vida consecuente, sin dejar de prestar atención a la luz del corazón, que nunca se agota del todo.

Decía Pascal que el mal de su tiempo provenía de la incapacidad de sus contemporáneos para pasar tardes a solas en su cuarto (sin esa ventana al mundo que es internet, claro, inexistente en el siglo XVII). Estamos en las mismas. El hombre no ha cambiado: en él conviven la luz y la sombra, la iniquidad y la compasión. Somos robaperas, pero también capaces de santidad. De nosotros depende adoptar una actitud u otra en la vida, fijarnos en lo oscuro o reparar en el pabilo que aún sigue luciendo.

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