Por
  • Celia Carrasco Gil

Caer hacia arriba

Caer hacia arriba.
Caer hacia arriba.
Pixabay

No quisiera dejar que terminara este mes sin antes haberme acordado de un bonaerense que fallecía tal día como hoy hace apenas veintisiete años, un poeta vertical a la intemperie, una voz en perpetua posición de espiga, querúbico rastrojo enfocado hacia el fulgor del pensamiento en la fértil cosecha del verso y de la imagen. 

Fue Roberto Juarroz, al igual que su maestro Antonio Porchia, un ser abisal, un sembrador de grietas, de preguntas, un cultivador de huecos, un habitante del vacío que consideró que el mundo se repetía demasiado y era hora de fundar un antimundo. El argentino, que advirtió cómo los términos se erosionaban por el uso, quiso impedir que ese desgaste se fosilizara. Para ello, agrietó el lenguaje hasta desconocerlo, hasta "desbautizar el mundo, / sacrificar el nombre de las cosas / para ganar su presencia" y abrir las posibilidades del poema. Exhumó el verbo, lo sacó hacia otro lado. Hizo de él apenas un retal del tiempo o un pedazo de la vida, una ínfima ceniza del fragmento. Y se entregó a este sacrificio nominal, a esta arqueología y posterior arquitectura poemática. Concibió siempre la poesía como un proceso subterráneo en busca del balbuceo originario, como "una explosión del ser por debajo del lenguaje". Detonó la realidad hasta romperla y horadó el suelo con silencios que airearan el mundo de su texto, ahondaran en la garganta de la tierra e impulsaran a la voz a caer hacia arriba en el rapto de la luz, el rebote ascendente del poema.

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