Por
  • Andrés García Inda

Brazil

Oficinas del SEPE en Zaragoza.
Brazil.
Toni Galán / HERALDO

Hace unos meses, la CNN publicó unas declaraciones de David Beasley, el director del programa para la escasez de alimentos de la ONU, en las que decía que el 2% de la riqueza de Elon Musk podría resolver el problema del hambre en el mundo.

Un tuitero hizo enseguida el siguiente cálculo y la consiguiente pregunta: si el 2% de la riqueza de Musk es de 6 mil millones de dólares y el programa dirigido por Beasley en 2020 recaudó 8,4 mil millones, ¿por qué no ha resuelto ya el problema del hambre? Seguro que el cálculo es inexacto y la pregunta bastante demagógica, casi tanto como las declaraciones del propio Beasley. Sin embargo, apuntaban a una cuestión de enorme importancia: hasta qué punto la burocracia absorbe los recursos necesarios para la solución de los problemas para los que fue creada.

La Administración cuenta con funcionarios muy profesionales y volcados en
su trabajo

Por si me podía servir de ejemplo para debatir con mis alumnos apunté la referencia de aquella noticia coincidiendo con una reunión de trabajo. En la reunión, la jerga burocrática lo inundaba todo de tal modo que bromeábamos con la posibilidad de organizar un bingo, utilizando en lugar de números los términos que de forma habitual e inevitable se mencionan en esas ocasiones: órgano de control, comisión de calidad, subcomisión de supervisión, subcomisión ejecutiva... Dos referencias me vinieron a la mente. Por un lado la película ‘Brazil’, del ‘montypythonense’ Terry Gilliam; por otro, la escéptica frase del profesor García Amado que podría servir de corolario: "En la naturaleza la función crea el órgano. En las universidades es el órgano el que crea su función, generalmente inútil".

Bueno, no solo en las universidades, deberíamos añadir. La Administración y las grandes corporaciones estatales, en general, están llenas de órganos que consideraríamos inútiles si el objetivo de los mismos fuera resolver un problema social determinado. Pero no olvidemos que tales órganos responden principalmente a otra función adaptativa muy importante, que enmascaran bajo la apariencia del servicio a la cosa pública: la consolidación, ampliación y reproducción del poder. Para lo cual en muchas ocasiones no solo no vienen a resolver los problemas, sino a redefinirlos o incluso a inventarse –perdón, quiero decir, a diagnosticar– otros nuevos. No pocos ministerios, consejerías, secretarías, subsecretarías, direcciones y comisionados varios responden de modo primario y directo a ese propósito; y podríamos decir que toda la estructura lo hace de forma latente o indirecta, pero nada oculta. El poder aprovecha así la retórica del servicio y el interés general en su propio beneficio. Y por eso también, en muchos casos, a quienes se designa o comisiona para una tarea son nombrados por su perfil político para servir a esa función (la ‘re-distribución’ del poder), y no para la gestión de los asuntos públicos que tienen encomendados, para lo que carecen de competencia. De ahí también el interés cada vez mayor y más expreso de los partidos por reformar los procesos de acceso a la función pública, para facilitar su control.

Pero la cultura profunda de la organización administrativa está dominada por estructuras burocráticas cuya finalidad es el reparto de poder

Eso no quiere decir, por supuesto, que las administraciones públicas no tengan como finalidad gestionar y resolver los problemas y servir al ciudadano; ni que los funcionarios que en ellas desempeñan –o desempeñamos– su labor, no lo hagan en la mayoría de los casos y niveles con probidad, profesionalidad y atención. Es la cultura de la organización la que requiere un cambio en profundidad que, de momento, parece lejano, a pesar de propuestas muy loables de ‘simplificación’ que en muchos casos, en lugar de facilitar el acceso a los derechos, lo complican. Es lo que sucede con la llamada ‘paradoja desrregulativa’: el desarrollo de complejas herramientas normativas cuyo objetivo curiosamente es la ‘desrregulación’. Y algo de eso, posiblemente, es lo que está ocurriendo con la creciente digitalización de la ciudadanía. Tal vez la pandemia lo único que hizo fue acelerar ese proceso. Y por eso los ciudadanos siguen perplejos, sin comprender por qué a pesar de las dificultades las empresas privadas –sanitarias, educativas, de alimentación...– pueden prestar sus servicios en condiciones aceptables y la Administración no. A ello se añade la desconfianza respecto al ciudadano que está en el origen de la práctica administrativa. Y de ahí la sensación creciente de que la ley, de hecho, no protege al ciudadano de la Administración, sino al revés; y que ésta no trabaja al servicio de aquél, sino al contrario. Pero de eso, si acaso, ya hablaremos otro día.

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