Rápidamente, hacia el desarraigo y el olvido

Colas de refugiados ucranianos en localidades polacas para recibir asistencia.
Refugiados ucranianos esperan asistencia en Polonia.
Marcin Bielecki

En la anterior gran crisis, que aún nos ocupa, la del coronavirus, se quemaron etapas rápidamente.

Del aturdimiento ante las noticias de que una enfermedad nueva, potencialmente mortal y sin tratamiento se estaba extendiendo por el mundo, sin tiempo para masticar algo tan excepcional, se pasó en días a aquella solidaridad de balcones y aplausos; a las maniobras de evasión para mantener a la grey sujeta en su confinamiento, con las plataformas audiovisuales como primerísimos agentes; y enseguida se estaba de vuelta al menudeo político habitual, malogrando cualquier oportunidad de mejora colectiva; también, a pasar página aunque fuera antes de tiempo.

Los tiempos de asimilación se acortan, menguantes como la capacidad de atención de los consumidores digitales, que ya son casi todos. Con lo de Ucrania pasará algo parecido. La conmoción por descubrir a unos europeos de vidas convencionales perdiéndolo todo, y el temor renacido a una tercera guerra mundial, nuclear, que sería la última, han convivido en estas primeras semanas de invasión con un apoyo incondicional a las víctimas, sobre todo a los cientos de miles de refugiados, millones.

Pero ya se está otra vez al juego en corto, y de esgrimir las banderas azules y amarillas se va a la manipulación y la bronca habituales, a cuenta de las consecuencias económicas que trae la guerra. Ojalá esta no se alargue mucho y quienes huyen hacia el oeste, condenados al desarraigo, no terminen enfrentándose también a otra terrible experiencia: la del olvido, si no el rechazo, de sus nuevos vecinos.

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