Cabezo Buenavista

Cabezo Buenavista
Cabezo Buenavista
HERALDO

Hace unos días un par de amigos me invitaron a comer en el Merendero Cabezo Buenavista. 

Llevaba tanto tiempo sin pasear por esa zona de la ciudad que me sentí como un turista descubriendo nuevos territorios. Parecía estar en otro país. El día, la luz, la temperatura acompañaban. Vinieron a mi memoria viejas sensaciones. Sensaciones de una juventud que fue y ahora solo queda como recuerdo. Añorando cuando a mediados de los ochenta entrenaba por esas cuestas, por el canal y los pinares. O cuando disfrutaba de los conciertos en el Jardín de Invierno, en el Rincón de Goya, en el Quiosco de la Música.

Una comida sencilla y grata con amigos en un merendero del Parque Grande reactiva las nostalgias del pasado y del futuro

Casi había olvidado la belleza del entorno, de las vistas y la atmósfera que se respira en el Parque Grande. Apenas paso por esta parte de Zaragoza. He de reconocer que en los últimos años las caminatas las doy por las riberas del Ebro, por el Parque del Agua y los sotos. Es otro trozo que tiene otro encanto, con otras rutinas y otras sensaciones. Por eso, al salir de la inercia cotidiana experimenté una curiosa combinación de recuerdos y una cierta inquietud provocada constatando el paso del tiempo, tanto por la edad como porque cada vez cunden menos las horas. No llego a todo lo que debo, ni alcanzo lo que querría. Por eso, la comida con mis dos amigos fue algo así como un aldabonazo en la conciencia.

Nos sentamos en una de las mesas del exterior del Merendero, al lado de la puerta ‘principal’. Resguardados de la brisa, con los rayos del sol calentando adecuadamente. Nos dispusimos a disfrutar del buen yantar. No tuve ni que pensar. Mis compañeros de banquete tenían clara la comanda. Sin sofisticaciones, pero rebosante de calidad. Primero, nos tomamos unos ‘calçots’ que sirvieron recién sacados de la brasa, con salsa ‘ad hoc’, junto con una bandeja de verduras en tempura. Segundo, unas patatas con ‘cachirulo’ o lo que es lo mismo, huevos fritos. Y terminamos con una torrija compartida y un café especialidad de la casa. Todo un lujo, sencillo, bien hecho. Y sin prisas.

No sé si fueron las viandas, la conversación o la calma con la que nos tomamos ese rato que experimenté un cambio de perspectiva reactivador. No suelo salir del surco y de repente, me encontré fuera de la zona de confort, pero reconfortado. Era una vivencia irrepetible de suyo e improbable que pueda repetir. Mis amigos, clientes habituales del establecimiento, contaron que con el procedimiento de concesión abierto por el Ayuntamiento de Zaragoza a finales del mes de diciembre pasado, todo eso va a cambiar. La explotación de los quioscos e instalaciones del Parque Grande ha salido a concurso. No está claro cómo será la evolución. Se supone que si se cambian cosas que funcionan bien, será para mejorar. Pero queda una extraña sensación. Leyendo después las condiciones establecidas en los pliegos municipales, parece que el futuro será muy distinto.

El Ayuntamiento ha sacado a concurso los quioscos del Parque y uno piensa que los cambios deberían ser siempre para mejorar

En nuestra conversación de cincuentones próximos a la sesentena comenzamos a desgranar cambios que hemos vivido, tradiciones que se han sustituido y valores que se van perdiendo. Y seguimos dejándonos llevar por una cierta melancolía y añoranza del futuro que estamos construyendo como sociedad. Nos hicimos unas fotos para recordar cuando todo sea diferente. Es obvio que las decisiones públicas, las políticas públicas, tienen efectos directos en la vida de las personas; pero también las decisiones individuales tienen efectos públicos. Ese equilibrio entre ambas dimensiones modela, con más o menos acierto, el mundo que vivimos. Ahí, en medio de esa dinámica terminamos hablando del desastre de la guerra de Putin, de las élites y las oligarquías, de las familias que se reparten por generaciones la tarta del poder sea en lo macro como en lo micro, allende fronteras o aquí mismo. Corroboramos que las cosas no pasan solo por casualidad. En fin, nos faltaba llevar el bastón, sentarnos en un banco y ponernos a divagar sobre el rumbo que está llevando este planeta en el que viajamos. Nos sentimos privilegiados habiendo vivido ese buen rato. No pudimos plantar tres tiendas, regresamos a la rutina. Eso sí, con otro nivel de percepción, aunque efímero como siempre.

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