El refugio antiaéreo
Era todavía una niña, apenas tenía 14 años, cuando el estallido de la Guerra Civil la sorprendió en Madrid. Sobrevivió para relatar el horror y las penurias que sufrió en aquel infierno en el que vio por primera vez un cadáver en la cuneta de una calle próxima a Moncloa.
Contaba que uno de los muchos amaneceres en los que las sirenas instaban a correr a los refugios antiaéreos saltó disparada de la cama a protegerse, como decenas de vecinos, ataviada apenas con el pijama y la bata. De camino a las entrañas del subsuelo, paró en seco y se sentó en un escalón para atarse los cordones de un zapato, mientras se oían cada vez más próximas las bombas atronadoras. Su hermana mayor le gritaba: "¡Corre, Luz, que nos matan!". "¡No me va a matar una bomba y voy a morir descalabrada!", respondió mientras se ponía en pie y echaba de nuevo a correr escaleras abajo.
Hace ahora 41 años, el 23 de febrero de 1981, en la fatídica noche de los transistores del intento del golpe de Estado, aquella mujer volvió a recordar con terror los refugios antiaéreos, los bombardeos, los muertos y las cartillas de racionamiento. Se imaginó a su único hijo varón, que acababa de llegar de la mili, movilizado para servir a la patria en otra cruenta guerra. Por eso valoraba tanto la conciliación que supuso la Transición, la capacidad de alcanzar acuerdos entre diferentes y dejar de lado las armas.
No ha vivido para comprobar que los conflictos bélicos de antaño no han servido para evitar que otra guerra de dimensiones y consecuencias impredecibles estalle en Europa, ni que madres y niños vuelvan a tener que usar los refugios antiaéreos en pleno siglo XXI.