Ciruelos

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Confieso que soy vigilante de ciruelos. 

Hay quien vigila acciones de bolsa, obras, estorninos, aviones, crecidas del río o enemigos políticos. Yo vigilo a los ciruelos rojos de la calle Molino de las Armas de Zaragoza. Suelen ser los primeros árboles que florecen en la ciudad. Este año aún no asoman las flores rosadas y llevo unos días preocupada por si los árboles se han secado o han enfermado. No sé si el retraso de la floración es debido a la covid, a las heladas de enero, o al cambio climático. O porque sí. No siempre todo tiene un motivo claro o único.

No entiendo mucho de botánica ni de jardinería. Mi relación con estos ciruelos es más bien poética o escolar. Hasta hace dos años, pasaba varias veces al día con las chicas bajo estos árboles camino del colegio: por la mañana, con prisas y caras de sueño; por la tarde, con los bocadillos de la merienda y las historias de la jornada escolar. Desde finales de enero vigilaba atenta las ramas y en la primera quincena de febrero se producía una maravillosa explosión de color, adelanto de la primavera. Pero este año algo raro pasa. Mientras paseo, estos días me acuerdo de Benedetti (especialmente de su ‘Primavera con una esquina rota’), de los bocadillos de merienda, de que la pandemia nos robó la despedida del cole. Me fijo en las yemas a punto de brotar. La Naturaleza sigue su ritmo, nos enseña a ser pacientes y observadores, a asumir que no podemos controlar todo, ni mucho menos el paso del tiempo. Al final, florecerán mis ciruelos, llegará la primavera.

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