Por
  • María Pilar Martínez Barca

Juguetes rotos

Varios civiles se entrenan militarmente en Kiev.
Juguetes rotos
Sergey Dolzhenko/Reuters

Siempre existe un motivo, de Troya a Siria, los enfrentamientos civiles o las crisis mundiales. 

El magnicidio del archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía desencadenaría la Primera Guerra Mundial; y la firma de Chamberlain, primer ministro británico, por la que entregaba a Hitler los Sudetes, influiría en la Segunda –como se muestra en ‘Múnich en vísperas de una guerra’–. George W. Bush justificaría durante años la ocupación de Irak; y hasta los talibanes encuentran sus coartadas psicológicas.

"Las causas de una guerra pueden parecer absurdas o incoherentes, pero detrás de ellas suele haber disputas y tensiones mucho más profundas" (Margaret MacMillan, ‘La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos’). Las manifestaciones de Euromaidán, la adhesión de Crimea y la guerra del Donbás, en 2014, serían el antecedente de la actual crisis ucraniana, nostálgico intento de reconquista de la antigua URSS. Por un lado, el Kremlin y Putin. Por otro, gran parte de Ucrania aspira a la OTAN, como en su día Estonia, Letonia o Lituania, ya entre los invitados, como Bosnia Herzegovina y Georgia.

Y EE. UU. y la Unión Europea juegan a tres bandas: benefactores de un nuevo Estado libre, ostentadores de poder y víctimas. ¿Y si cortan el gas? ¿Cómo sabernos libres de un ciberataque, un grupo terrorista o una guerrilla? Las armas y las mentes actúan hoy mucho más subrepticiamente.

Seguirán muriendo niños, mujeres y discapacitados. ¿Quedarán ancianos? Y los supervivientes, más miseria, más hambre, más pandemia. ¿Quién gana realmente una guerra? Palabra que suele sustituirse por enfrentamiento, crisis, apoyo humanitario…

"Lo que pasó ya sucedió, no podemos cambiarlo, pero no puede suceder de nuevo", afirmaba en la Eurocámara Margot Friedländer, superviviente del Holocausto nazi. A sus cien inviernos sigue llevando en el cuello el collar ámbar que le regaló su madre, deportada a Auschwitz, y en su corazón, el recuerdo de Adolf, el esposo, con quien fue feliz en Nueva York 64 años.

Cuando estos días veía las armas y explosivos que muestran a los niños y jóvenes en la escuela ucraniana, pensaba que no solo les han roto los juguetes. ¿Para siempre?

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