De nacionalismos y deslealtades

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en el Parlamento catalán.
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en el Parlamento catalán.
Toni Albir / Efe

La estafa del nacionalismo -y del independentismo- es grosera, burda, casi soez.

Y a estas alturas solo cae en ella quien la acepta de manera deliberada: quien se quiere alinear con el embuste y la mentira siendo consciente de ello y en busca del beneficio personal.

Sembrado el recorrido político de requiebros y deslealtades manifiestas, el nacionalismo se sienta a la mesa con las cartas marcadas, sin voluntad de ocultar sus ases en la manga y con la convicción de dialogar entrampado.

Estoy convencido de que, a pesar de sus indudables limitaciones, el presidente Sánchez no tiene duda de los peajes que debe pagar -él, y de su mano, todos- a esos grupos a los que se entrega para blindar su Ejecutivo. Son políticos empeñados en el victimismo, incapaces de brindar una altura de miras superior a su propio mundo -a su propio ombligo-, que se enrocan en sí mismos, entregados al egoísmo.

Hace mucho que las alianzas con el nacionalismo no suman; empobrecen a la mayoría a costa de alimentar los intereses particulares. Pero no es menor la vocación partidista de quien busca entablar lazos con quien sabe a ciencia cierta que resta al bien común. Y no duda, sin embargo, en sellar matrimonios de conveniencia con el fin último de conseguir también beneficios personales.

El empeño del pancatalanismo por monopolizar la apuesta olímpica del Pirineo es solo una expresión más de esa voluntad de encerrarse en su interés particular, de su incapacidad de levantar la vista y alinearse en el señorío. Pero la responsabilidad última del triunfo de esa pobreza es de quien les otorga un protagonismo que ni poseen ni merecen.

El arte de la política es saber encontrar caminos por los que guiarnos hacia el bien común, a través del mayor espacio posible de entendimiento. La elección de los atajos, las incomprensibles alianzas con quienes rechazan el interés general y cincelan su egolatría, contribuyen a fomentar el desconcierto y hacen tambalearse pilares que deben conformar un consenso general.

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