Ascensor
El ascensor de mi casa tiene un espejo.
A veces, al mirarte, algo que todos hacemos siempre, uno se ve con gesto de superviviente, de pistolero al que le asustan los disparos o de curandero falso. Una mañana de niebla me dijo un vecino que al mirarse vio a un hámster. Le pregunté si estaba deprimido. Me dijo que no y le hablé de Franz Kafka.
Una temporada, al comienzo de la pandemia, decidí no entrar en el ascensor. Él lo interpretó como un desafecto y alguna noche subía hasta mi planta sin que nadie pulsara su botón. Era un intento de acercarse a mí desde lo sentimental. Yo le digo cosas en voz alta para que me escuche. También le pregunto, sobre todo por las tardes, cómo le va, si ha tenido muchos viajes o si lo han sometido a un sobreesfuerzo cuando lo cargan con sacos de yeso para un piso que está en obras.
El ascensor ha visto llorar, ha llevado a una pandilla que sobrepasaba el peso permitido, ha conocido el regreso del hijo pródigo o cómo colocan a un vecino los camilleros de la ambulancia. Sabe también quién vuelve a casa tras tomarse dos whiskys.
Un día, en el interior de la puerta, le pusieron una pegatina con esta definición: “Bello es lo que el tiempo no hace vulgar”. Es algo que escribió Juan Ramón Jiménez y yo me quedé mudo, nunca supe quién la había puesto. Cuando se va la luz, el ascensor se desconcierta y lo imagino como un perro asustado; pero se recupera pronto, lo sé, al ver cómo las chicas se pintan los labios en su espejo, qué cosas.