Por
  • Fernando Sanmartín

Himnos

José Antonio Labordeta durante un concierto
Himnos.
HERALDO

Los tiempos cambian. 

Las corrientes de aire, antes, tiroteaban la salud, pero ya no es así. Esas corrientes, ahora, vapulean al virus, son sanadoras, se convierten en un tractor que arrastra la impureza. A Labordeta le gustaban los tractores y, al margen, en una canción nos habló de abrir una ventana para que limpie el aire. Fue visionario. A mí aún me atrae su ‘Canto a la libertad’, un himno que muchos no quisieron convertir en el Himno de Aragón cuando el himno actual no se lo sabe nadie.

El himno de Labordeta es, lo pienso al escucharlo, una Harley-Davidson, mientras que el Himno de Aragón no pasa de ser una Vespa. Si levantan la mano los que pueden cantar este último, enseguida los contaremos. A mí me gustan, como himnos, Mafalda, las viñetas de El Roto, el camión de bomberos cuando vuelve tras apagar el fuego, un Martini al mediodía y la Marsellesa.

Hay otro himno, el de España, que podemos canturrear todos sin ningún problema, incluso los que lo abuchean cuando se juega la final de la Copa del Rey. Pero no tiene letra. Y un himno sin letra es como media docena de ostras en un tupperware. Algo ocurre, lo dice Valentí Puig, cuando el himno nacional de un lugar como España no la tiene.

Somos imperfectos. Tenemos carencias. Pero las letras de un himno, de una canción o una pancarta, se construyen con palabras, siempre. Y hay palabras que acarician y las hay con vocación de piolet. A mí me disgustan estas últimas. Pero cada uno, respecto a las palabras, debe elegir a juego con su rostro o su carácter. Igual que con las gafas de sol.

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