Peregrinos

Peregrinos.
Peregrinos.
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Hay una escena de ‘La gran belleza’ donde Sorrentino retrata la devoción estética de personajes de toda ideología y condición ante un santo pagano al que peregrinan para que les inyecte bótox. 

Eso se podría haber filmado perfectamente en Zaragoza si sustituimos la toxina botulínica por el corte de pelo, y hablo en pasado porque no sé si volverá a ocurrir. La historia comenzó acompañando a nuestra madre a un piso de la calle San Ignacio de Loyola donde había una peluquería. Sinceramente, no recuerdo si aprovechaba el viaje y Sara también le arreglaba el pelo a mi hermana. Lo que sí recuerdo es que a mí me parecía increíble que hubiera peluquerías en pisos y que, a la edad del pavo, sucumbí a la coquetería y acudí a ella por un cambio de estilo. Tiempo después empecé a llevar el pelo largo, con el esmero profesional que ello requiere: tengo el pelo liso ‘como un chino’ y o me repasas bien los alerones, o puedo ir en moto sin casco y que no se note. Mi peinado Beatle duró unos años, hasta que un día a Sara se le ocurrió decirme que igual estaba ya un poco crecido para seguir así. Cambiamos: rapado degradado para que no pareciera que iba a la Coliseum. Me veía guapo, y el resto me decían que me favorecía, así que todos contentos. De hecho, solo recuerdo un día en que llegué yo con bromas de que el pelo me aguantaba a pesar de los años y ella, con honestidad baturra, me dijo "bueno…". Salí de allí humilde y preocupado, y desde entonces mentiría si no admito que un par de fotos al mes me hago en la coronilla, a ver cómo van las cosas por la cumbre; y que paso de hacer chistes con los calvos, por aquello de no escupir al cielo.

Como nosotros, muchos clientes acompañaron a Sara cuando aquella peluquería cerró y se colocó en otra de la calle Bilbao. A la seguridad de que salías de ahí con los pelos dignificados, se sumaban conversaciones agradables y si tú le tendías la mano, con prudencia y la experiencia de ser madre, siempre te daba un punto de vista interesante. Es por ello que su jubilación, merecida, no deja de ser una pena: otro tiempo que se va de una infancia y juventud que ni la laca petrifica. A mí, gracias a ella, me queda la certeza de que la honestidad, estética y vital, es un lujo, y la convicción de que eso mismo les transmitirá a sus afortunados nietos.

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