Búsquedas
Sucedía cada 24 de diciembre a las once de la noche.
Mi padre caminaba hasta el cuadro de luz y la hacía saltar. Mi hermana y yo sabíamos lo que eso significaba: llegaba Papá Noel y aparecían los regalos. Curiosamente, cuando ya me desengañé y supe esa verdad –son los padres– que es una de las primeras decepciones en la vida, mantuve durante unos años la ilusión intacta, por lo que pudiera pensar mi hermana, por ese instante de oscuridad –entonces ya veía caminar a mi padre hasta la entrada– que prometía la inminente presencia de regalos. Aquello significaba jugar a tinieblas con la familia, una sensación de pertenencia, un salón en el que no faltaba nadie y yo era también o todavía protagonista. Ahora que la infancia ha quedado atrás y aún no soy yo el que se inventa cualquier parafernalia para ilusionar a los demás, recuerdo aquellas Navidades con una nostalgia de felicidad añorada. Estábamos los que teníamos que estar. Lo escribí en un cuento incluido en ‘Y de repente esta lluvia’ que se llama ‘Búsquedas infructuosas’ porque algún día fueron fructuosas: perdimos, seguramente en algún remoto pasado, un instante de felicidad máxima que continuamos buscando, aunque lo sabemos irrecuperable, y por eso somos seres anhelantes, eternos buscadores, mientras el tiempo pasa y regresan las Navidades y echamos de menos a aquellos que no están y por lo tanto ya no forman parte del paisaje. Eso, claro, nos incluye a nosotros mismos, a aquellos que por suerte fuimos y ya no seremos.