Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

Historia: hacer y deshacer

'Historia: hacer y deshacer'
'Historia: hacer y deshacer'
Heraldo

Cuando queremos poner en valor un hecho recurrimos con frecuencia a calificarlo como ‘histórico’. 

El lector entiende instintivamente que la reiteración de esta calificación anula el efecto de realce que se pretende; es como esos libros o apuntes de nuestros alumnos que vemos completamente subrayados con rotulador fosforito: la generalización de la ‘marca’ anula su efecto selectivo y simplemente hace más difícil la lectura.

Si nos preguntamos cuál es el concepto asociado a la palabra historia, muchos contestaremos ‘recuerdo’. En el lenguaje actual es una buena aproximación. El ser humano percibe la muerte como inexorable (no necesariamente final); el recuerdo mediante palabras y objetos se convierte en una forma de supervivencia.

Recuerdo y olvido son principios fundamentales en la construcción de la conciencia humana, tanto individual como colectiva. Se relacionan y dosifican en difícil equilibrio; eso que llamamos ‘historia’ es el instrumento que hemos ideado para propiciarlo y mantenerlo. Solo la selección nos protege de la inutilidad.

La historia es una narración que selecciona aquellos aspectos del pasado que
entendemos que merece la pena recordar

El abuso del término ‘histórico’ es indicador de una tendencia a la banalización, que se produce por una comprensión muy superficial del significado de la palabra y, en general, una representación deformada de los términos que usamos para referirnos a aquella parte de lo pasado que merece la pena recordar. Para corregirla, puede ser oportuno recordar una reflexión sobre el significado de ‘historia’. No es buen principio hablar de ‘la historia’; no hay un objeto que podamos llamar historia; no es una cosa; no tiene realidad propia. Historia es observación cualificada: la construyen observadores que seleccionan y clasifican lo observado, y que se quedan con lo que entienden que merece la pena conocer. Aunque el objeto de esa observación puede ser variado, desde hace tiempo reservamos la palabra para la observación de cosas hechas (gestas) o, más simplemente, de lo sucedido. El propósito de esta historia de sucesos es el recuerdo. Por eso, el concepto ‘memoria histórica’ me parece tan redundante: no es imaginable hoy una historia que no sirva para el recuerdo. Si nos detenemos, el nombre es además equívoco porque son normas pensadas más para ordenar el olvido que la memoria: para seleccionar hechos pasados y reinterpretar, resignificar... falsear, los signos y señales de lo pasado.

Hay un recuerdo espontáneo y otro inducido. El primero tiene una cierta tendencia al caos: mezcla cosas relevantes con anécdotas: recordaremos el día en que se rompió la silla del profesor pero no el contenido de aquella clase.

Nunca debiera mezclarse ni confundirse con el mito ni con la propaganda, que crea monstruos incontrolados

Por eso se han desarrollado mecanismos para inducir recuerdos controlados; uno de ellos, el más extendido, es lo que llamamos historia. A diferencia del espontáneo, hay aquí un propósito de selección de ‘lo memorable’ , de lo que debiera ser recordado. Dentro de este bloque podemos diferenciar varios modelos: las narraciones próximas a los hechos, muchas veces realizadas (o atribuidas) por los protagonistas (crónicas, memorias...). El bloque mayor lo integran narraciones ya distantes que suponen una reconstrucción. Aquí es necesario diferenciar las que siguen un método estricto de averiguación, selección y manejo de datos, indicios... fuentes en general, y las que se construyen sin este tipo de fundamento; hablamos en este caso de mitos. El mito no pretende reconstruir lo sucedido sino consolidar el presente o condicionar el futuro. Aunque historia y mito compartan tipo de contenido, nunca debieran mezclarse ni confundirse.

Por eso me parecen peligrosos los procesos de historificación de mitos y mitificación de lo histórico, ambos propiciados por la actual fragilidad de conceptos. El primero es conocido (explicaciones fundacionales oportunamente inventadas); el segundo ha sido revitalizado. Con esas medidas antifranquistas, con su presencia propagandística, ¿no estamos convirtiendo en mito a un personaje tan menor como Franco?, ¿no estamos elevando a la categoría de doctrina política lo que no pasaron de ser acumulaciones de improvisaciones y ocurrencias en busca desesperada de soporte doctrinal? ¿Cómo, si no es por esta mitificación, podemos entender que tantos menores vayan proclamando ‘¡viva Franco!’? La propaganda crea monstruos incontrolados que devoran a la historia construida con rigor.

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