Alienígenas del cine

Palomitas para el cine.
'Alienígenas del cine'
Freepik

La semana pasada fui al cine. 

Con mascarilla, sin atraco por las palomitas y sin bebida. A mí en el cine nunca me ha gustado comer ni beber; ni de niño. Y a mí de niño había que verme comer. Hice el esfuerzo porque lo que sí me voy volviendo es perezoso, pero en fin, habrá que salir a mover la economía y aquello de la industria cultural. Lo que pasa es que noté lo de ‘industria’ con todo su peso cuando llegué. Será por los recortes inherentes a eso de que la gente no va al cine pero estaba repleto de público y escaso de acomodadores. Vamos, que no había. Así que los pasillos parecían la cola del parque de atracciones. Entramos y, perdónenme, pero las salas de cine son sencillas: las filas acostumbran a tener su número en el pasillo y las butacas en la parte superior. Bueno pues la sala era de repente un desfile tal de gente con la linterna del móvil, que el pasillo central parecía que estábamos viendo una de alienígenas. Había quien buscaba los números en lugares tan imposibles que empecé a pensar que, como la película tuviera subtítulos, iban a perder el hilo. A un tipo casi le echo un euro por el equilibrio entre las palomitas a rebosar, la bebida y lo que se estaba contorsionando para buscar su asiento. Además descubrí la nueva tradición de no sentarte en tu asiento, por lo que cuando llegaba el interesado, el otro se tenía que levantar y volver a deambular.

Estábamos viendo ‘Maixabel’, la de la vía Nanclares, pero yo les juro que no sé si años después me sentaría a reparar el daño que me estaban causando esos transeúntes impuntuales que se cruzaban una y otra vez por delante de la pantalla. Claro que la cosa fue a mejor cuando, en una sala nada inclinada, se me sentó delante un bigardo. Porque yo de niño le dije al pediatra que mi aspiración era ser tan alto como mi padre, que mide metro sesenta y algo; y hombre, algo más eché para arriba, pero banqueta para los armarios más altos de la cocina sí uso.

Así que salí del cine habiendo visto un 65% de pantalla, más encendido que Luis Tosar cuando está en ETA y pensando que las salas de cine, si quieren sobrevivir a este tiempo digital, deben actualizarse y dar un excelente servicio. Que no vale con el romanticismo ni el recuerdo. Bien lo sabemos en Zaragoza, donde alguna va a acabar siendo un McDonald’s.

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