Oda al mondongo

Preparación del mondongo
'Oda al mondongo'
M. N.

Cuando éramos adolescentes, mi abuelo nos traía a la cama el bocata de picadillo que repartían para fiestas. 

Aquella carne especiada rebosando del pan crujiente, aceitosa y con pimentón, después de haber bailado hasta las tres de la mañana significaba la felicidad, la celebración más sincera de lo simple. Como casi todo, me hace pensar en el oficio de las letras. Nunca estaré lo suficientemente agradecida por haber sido una niña un poco de pueblo. Hice chorizos como poemas. Y viceversa. Me parecía lo más normal. Hoy los analizo. Son objetos preciosos ambos, que me acompañan desde el paladar y la memoria. Destripar las oraciones como mi abuela hacía con los cerdos. Apretar los motivos literarios como el magro, y que escurriera por entre los dedos como las obrecillas de Fray Luis. Lavar los intestinos desde que, por mi edad, no tenía muy claro ni qué estaba limpiando. Aquella piel sublime por la que se hizo paso el agua fresca y la sangre cocida, al amparo de unas manos inocentes, que disfrutan sin saber lo que tocan. Atar longaniza en el granero de la tía Paca, con la zapatera y con las otras, las tías que fueran. Mirar a aquellas mujeres, su pelo moldeado, amasando las entrañas con pericia, olisqueando la mezcla, buscando el punto exacto. Embutiendo. Poco a poco. Y dejarlo secar. Todo.

Es mucha la enseñanza del mondongo. Aunque tenga lugar en enero, cuando aprieta el frío de veras, siempre es buen momento para encomiar la fiesta de la matacía, el sacrificio de los puercos. Y sacar provecho de las vísceras.

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