Por
  • Julio José Ordovás

Las últimas de la fila

Una empleada de limpieza, en Zaragoza
'Las últimas de la fila'
P.F.

Se despiertan unas cuantas horas antes que sus hijos y no se van de casa sin haberles dejado preparada la ropa y el desayuno. 

Como sombras recorren las calles y cuando la ciudad empieza a desperezarse, ellas ya llevan un buen rato barriendo escaleras, fregando suelos, desempolvando mesas, abrillantando baldosas y cristales. Sus batas verdes o azules las hacen invisibles. Sus manos oxidadas de lejía hablan por ellas. Voces sin voz, cuerpos sin cuerpo, rostros sin rostro. Anónima carne de cañón.

Lucia Berlin escribió un relato titulado ‘Manual para mujeres de la limpieza’. La escritora norteamericana conocía bien el oficio porque lo había practicado, intermitentemente, durante años. En ese relato, Berlin, con un cigarro en una mano y un plumero en la otra, entra en los hogares de la ‘upper middle class’ y levanta y sacude sus alfombras, mostrándonos las fisuras y la mugre del capitalismo.

Conozco a unas cuantas mujeres de la limpieza. Marroquíes, argelinas, senegalesas, congoleñas, ecuatorianas, nicaragüenses, guatemaltecas, salvadoreñas, dominicanas, bolivianas, rumanas y españolas. Unas tienen hijos y otras no. Unas están felizmente casadas, otras felizmente solteras y otras felizmente descasadas. Unas rondan la jubilación y están hechas puré y otras, a pesar de su juventud, ya empiezan a agrietarse y cada día que pasa tienen un dolor nuevo. Limpiar es un trabajo duro y aburrido. Pero hay trabajos peores. Mejor limpiar suelos en una oficina que culos en una residencia de la tercera edad, me dice una de ellas. Y yo en eso le doy la razón.

Lucia Berlin decía que las mujeres de la limpieza lo saben todo. Y es verdad. Saben cuántas pastillas tomamos, todas las miserias que ocultamos en los cajones del armario, las trampas que hacemos a los demás y las trampas que nos hacemos a nosotros mismos. Saben sin duda mucho más de lo que imaginamos. Están al corriente de nuestros puntos débiles y de nuestros miedos, de nuestras flaquezas y de nuestras ambiciones. A fin de cuentas tienen acceso directo a nuestra intimidad: cambian las sábanas que ensuciamos con nuestros juegos solitarios y nuestras batallas de amor, vacían las papeleras en las que arrojamos nuestras frustraciones, pasan la bayeta por los espejos en los que nos miramos sin vernos.

Las mujeres de la limpieza detectan y registran multitud de detalles
que nosotros ignoramos

Las mujeres que limpian oficinas, grandes almacenes, sedes bancarias, estaciones, hospitales, psiquiátricos, juzgados, comisarías, iglesias, tiendas, colegios y comunidades de vecinos entienden el entramado de nuestra sociedad mejor que cualquiera. Desde una perspectiva de insecto, detectan y registran multitud de detalles que nosotros ignoramos. Detalles a veces tan jugosos como reveladores.

Yo disfruto escuchándolas cuando se les suelta la lengua. Las mujeres de la limpieza son como las porteras de las novelas de Simenon: tienen mil ojos y en un minuto desarman al lucero del alba.

Una chica ecuatoriana me contó que el emperchado director de una de las sucursales bancarias del barrio tiene la fea costumbre de sacarse los mocos con el dedo y pegarlos debajo de la mesa de su despacho, hábito que seguramente adquirió en su etapa escolar y con los años no lo ha corregido. Otra mujer de la limpieza me contó que le robaron el bolso en un gimnasio en el que trabajaba por las mañanas y que la ladrona, como descubrió ella misma, resultó ser la muy educada y refinada esposa de un prócer zaragozano cuyo nombre, pese a mi insistencia, no quiso revelarme.

Detalles a veces tan jugosos como reveladores

Las mujeres de la limpieza no son robots domésticos. Escudriñan en los rincones y husmean en las grietas. Vivir, para ellas, es sobrevivir: estirar el sueldo hasta fin de mes, sacar adelante a sus hijos, impedir que se metan en líos de drogas. Están más que acostumbradas a esperar: en la oficina del paro, en el Ayuntamiento, en las salas de urgencias de los hospitales… Aunque si algo les ha enseñado la vida es que se espera siempre lo que no llega.

Las niñas no sueñan con ser mujeres de la limpieza. A quien se dedica a blandir una escoba y una fregona no se le puede pedir que se eleve por encima de la realidad, por la sencilla razón de que vive pegado a ella como una mosca a una tira adhesiva, pienso cuando las veo avanzar con sus batas y sus cubos. Van hablando por el móvil, o escuchando música con los cascos. Se paran a saludar a alguna compañera y se ríen con una risa fresca y cristalina. Nadie repara en ellas. Son las que se remangan hasta los codos, se parten el espinazo y se meten todos los días en la cama sin aliento.

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