Por
  • Javier Sebastián

Las afganas

Una mujer con burka y una niña pasan por un muro con publicidad electoral del señor de la guerra Gulbudin Hekmatyar
'Las afganas'
Gervasio Sánchez

No conozco a nadie en Kabul. 

Al menos que yo sepa, porque del periodista Gabi Martínez puede esperarse cualquier cosa, incluso que esté ahora allí. Ya se jugó el pellejo una vez en Pakistán para escribir ‘Solo para gigantes’: le pidieron que dejara en depósito el importe de la repatriación de su cadáver si quería obtener el visado. No, no conozco a nadie en Kabul, pero quisiera sentarme a hablar con todas esas afganas que se levantan una mañana y se encuentran la puerta de su casa marcada con pintura, a merced de quien quiera zanjar el asunto. O con las que se manifiestan en alguna ciudad remota, cada vez menos, ya casi nada. Con las que han tenido que dejar la escuela, la Universidad. O fueron al conservatorio y se encontraron con que les habían roto los instrumentos. O han sido advertidas públicamente de que les cortarán la cabeza a sus familiares si no se entregan. O nos piden a los escritores que escribamos por ellas, como hace la escritora afgana Homeira Qaderi, pues ellas ya no podrán. Quisiera sentarme a hablar con ellas y abrazarlas.

Miro esa famosa foto de tres chicas iraníes en minifalda. Es de 1972. Heather Barr, de Human Rights Watch, niega que represente lo que era normal ni siquiera entonces. Dicen que las calles de Kabul, Kunduz, Herat se han vaciado de mujeres. Diecinueve millones. Dicen que lo peor está por llegar. Y apenas se sabe nada de los dos tercios de afganos que viven en zonas rurales. Y menos, de ellas. De las afganas.

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