Guerra y contacto

La pandemia lleva a restringir el contacto directo entre las personas.
La pandemia lleva a restringir el contacto directo entre las personas.
Alejandro Martínez Vélez / Europa Press

Desde que comenzó la pandemia, que se te acerque alguien por la calle a preguntarte una dirección o si llevas un cigarro se ha convertido en un gesto de riesgo que uno afea por aquello de los contagios. 

Yo admito que me voy relajando y casi recibo con gusto que alguien se atreva a interactuar sin pensar que me puede llevar a la UCI; aunque al revés procuro no acercarme a nadie para evitar hacerle pasar un mal rato, y la verdad es que no me gusta sentir que cargo con esa responsabilidad tan fría.

Lo cierto es que la rutina de ser ajenos al contacto físico se ha ido acelerando en los últimos años con la expansión esclava del Whatsapp: ¿cuántos mensajes innecesarios pueden llegar en lo que dura una película o una siesta? Y sin embargo va uno caminando por la calle y las personas le parecen burbujas de convivencia o casi extraterrestres.

La gran diferencia con esta forma nuestra de estar en el mundo la noto cuando paseo con mis padres. Hace poco vinieron a hacerme una visita a Madrid. Pasamos por una plaza y mi padre se acercó a preguntar a los camareros de un bar por unas lámparas que ponían en las mesas y que mi hermana andaba buscando para decorar su terraza. A mí me pareció que les iba a molestar y la verdad es que no solo le contestaron de buen grado sino que hasta le explicaron dónde las habían comprado. A la mañana siguiente, sentados en un banco del paseo del Prado para capear los 34 grados que iba cogiendo la ciudad, mi madre advirtió a una pareja de que su hijo tenía media pierna por fuera del carro, por si al pasear se acababa dando un golpe con alguna esquina. Los padres de la criatura lo agradecieron con una sonrisa, aunque creí que le iban a responder con ese desdén que tenemos ahora de saber siempre lo que estamos haciendo. Luego pensé que yo en algún momento me tuve que dar un golpe así yendo en el carro y que hay corrientes de enseñanza que no percibimos pero que nos construyen y previenen.

Cuando los dejo en Atocha camino de Zaragoza y regreso a casa dando un paseo, veo con más crudeza si cabe ese circo de autómatas caminando por la ciudad como un muro de defensa contra nadie, mirando al suelo, con paso marcial hacia la guerra irremediable de sentirnos solos. Casi todo el mundo que va a la guerra desea que acabe pero nadie se atreve a decirlo.

@juanmaefe

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