Iconoclastas de antaño y hogaño

La fiebre iconoclasta es muy antigua.
La fiebre iconoclasta es muy antigua.
Lola García

Mi generación ha visto caer muchos monumentos. De Hitler, de Stalin, de Pétain, de Franco, de Ceaucescu... 

Los bárbaros talibanes volaron los inofensivos budas gigantes de Bamiyán. El de Sadam Hussein cayó en Bagdad, el 9 de abril de 2003. El de Stalin en Budapest, el 23 de octubre de 1956 en el alzamiento húngaro contra la tiranía soviética. En Gori, su ciudad natal, se eliminó el icono en 2010. El de Félix Dzerzhinsky, siniestro fundador de la policía secreta, frente a la Lubianka de «negras fauces» (Solzhenitsin), sede del KGB y de sus temidos calabozos, fue eliminado en agosto de 1991. En Kiev se destruyó la estatua de Lenin el 8 de diciembre de 2013 y otra más, colosal, en Járkov, en septiembre de 2014.

Los destrozos estatuarios en EE. UU. se deben a la ira de grupos fanatizados. En países donde el gobierno fomenta el indigenismo ultrancista, o lo teme, estos sucesos se han multiplicado. Ha ocurrido con varias estatuas de Colón, acusado de genocida, o con el benéfico fraile Junípero Serra. Y hay otros casos sin difusión: en mayo de 2017, tras la muerte a tiros del joven Miguel Medina, fue destrozada una efigie del ya difunto Hugo Chávez en Villa Rosario, cerca de Maracaibo. Hay fotos del ídolo caído.

San Martín iconoclasta

Los iconoclastas o destructores de imágenes son muy antiguos. Los hubo en todas las culturas que nos conciernen: Mesopotamia, Egipto, el Levante mediterráneo, Grecia, Roma... Es un intento fácil e inútil de cambiar el pasado. En Aragón hay gran devoción por un iconoclasta, como fue san Martín de Tours, soldado y luego obispo milagrero muy presente en el devocionario del antiguo reino. Tenía incluso capilla en el palacio real de Zaragoza y aún puede vérsele allí, amparando la entrada de la biblioteca de las Cortes en la Aljafería. Lo trajeron los franceses en el Medievo. En resumidas cuentas: en el siglo IV este soldado romano, convertido en predicador evangélico, protagonizó episodios llamativos de destrucción de imágenes no cristianas, según contó por lo menudo el historiador Sulpicio Severo, que lo conoció.

No eran raras esas actitudes. La destrucción del ídolo se lograba milagrosamente, mediante oraciones. Y, si no, a mazazo limpio. O por ambos sistemas al tiempo. Los narradores de estos episodios subrayan su fuerza conversora: muchos se animaban a abrazar la nueva religión imperial de Roma y erigían templos cristianos al ver estas muestras de arrojo clerical y la impotencia de los dioses antiguos para evitar la destrucción de sus efigies.

El talento de san Agustín identificó a los dioses de Roma con los demonios. Los dioses, bajo el cetro de Satanás, llenaban el mundo de males e infortunios. Los arqueólogos aún lloran los efectos de esas pías reflexiones.

En un trabajo recién publicado sobre el odio religioso en la Antigüedad (Universidad de Barcelona, 2021), el profesor aragonés Francisco Marco recuerda otros precedentes, pues Martín no fue el primero, aunque sí el más significado. Tuvo imitadores, como un abad que tras derribar, orando, una estatua de Diana, la deshizo a golpes en el suelo. En Hispania no se registra mucha iconoclastia, pero las santas Justa y Rufina (sevillanas, como saben los viajeros del AVE), todavía en tiempos de clandestinidad, habrían quebrado una estatua de la diosa Salambó, suceso evocado en un brillante lienzo de Goya que hay en la catedral hispalense.

En Hispania, a lo que se ve, lo de tomarla con los templos no llegó hasta los siglos XIX y XX. Hay vestigios de maltrato (decapitaciones de estatuas, etc.) en santuarios de tradición prerromana hallados en Porcuna y en Carmona, pero su causa es incierta. Marco recuerda cómo el zaragozano Javier Arce no halló pruebas de que los templos paganos fueran destruidos. Parece que los cristianos de Hispania prefirieron cristianizar esos edificios (hoy se dice ‘resignificar’), sin derruirlos. Libanio, un pagano prestigioso del siglo IV, defensor de su conservación, escribió al emperador Teodosio el Grande, hispano de nacimiento, dándole incluso razones económicas: «Demoler un templo -decía sabiamente- es tan laborioso como construirlo».

Salir para volver a entrar

Pero la percepción social no es inmutable, sino inestable por definición: al cabo de unos años, resulta que la Federación Rusa está gobernada por un popular ex teniente coronel del KGB; el busto de Dzerzhinsky se exhibe ante una sede policial de Moscú y la estatua antigua del aborrecido y torvo policía se guarda cerca del Parque Gorky: disimulada, mas no quebrada, junto a setecientas más; pero allí está, visitable y a salvo de quebrantos.

A Dzerzhinsky, condenado por su naturaleza cruel e inmisericorde, lo sacaron por delante, pero regresó por detrás. Ya se verá qué deparan en España los venideros sucesos memoriosos, o memoriales, o memorísticos. A saber.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión