Por
  • Andrés García Inda

Lo que se acaba

A veces nuestros sueños se hacen realidad, pero de manera caricaturesca.
A veces nuestros sueños se hacen realidad, pero de manera caricaturesca.
HERALDO

Esto se acaba. Y no me refiero al acabose del mundo, ni del planeta, ni de la civilización occidental (que los más cenizos dirán que también, y no digo yo que no, aunque sea más o menos lentamente, al imperceptible ritmo geológico de la deriva de los continentes), sino simplemente al final de las vacaciones de verano, que nos sorprende cuando aún no habíamos comenzado a acostumbrarnos. 

Si cuando éramos niños nos parecía que no iban a acabar nunca, ahora nos da la sensación de que aún no habían empezado.

El caso es que escribo estas líneas mientras hago las maletas para volver a casa. Uno dice ‘volver a casa’ y se apaga, como por ensalmo, el sueño inextinguible (además de caro e incómodo, al fin y al cabo) de una vida nómada. Supongo que algunos explicarán esa inevitable querencia frustrada como una huella o un poso indeleble de nuestra vieja condición de cazadores-recolectores. Pero sea como fuere, como una forma de resistencia estival, me niego aunque sea por unas horas a abandonar esa aspiración ni, a pesar de la actualidad, a escribir de otra cosa que no sea nada, que en el fondo es todo lo que da sentido a estos días.

Al hacer la maleta para volver uno se da cuenta de que solo ha usado la mitad de la ropa que trajo, que no ha leído más que una tercera parte de los libros que se había propuesto, que no ha hecho ni una cuarta parte de las actividades que había pensado y que, a lo peor, no ha dejado de hacer aquello que dijo que no iba a hacer... La vida, incluso en vacaciones, también es esto: darse cuenta de que uno no podrá nunca hacerlo todo, o que lo que habíamos planeado y proyectado siempre será de otra manera. No se puede leer todo lo bueno que se escribe y se publica, ni se puede probar todo lo que la naturaleza y el comercio nos ofrecen, aunque uno desearía naturalmente alimentarse siempre con los mejores manjares y leer únicamente buenos libros.

Entre esos buenos libros que uno ha podido degustar estos breves días están las ‘Cartas de la prisión y de los campos’ del científico, filósofo y teólogo ruso Pável Florenski, en el que se recogen las cartas que este escribía a su familia desde el campo de trabajo de las islas Solovki, que fueron el germen del archipiélago Gulag. Allí fue conducido Florenski meses después de su arbitraria detención, en 1933, y allí fue asesinado en 1937. Resulta cuando menos extraño, o paradójico, leer desde la comodidad y la placidez vacacional esa correspondencia escrita desde el infierno y la soledad. Mientras lo leo, caigo en la cuenta de que solo tengo en común con él la percepción de «los gritos angustiados de las gaviotas». Y aún es más chocante la lectura si se tiene en cuenta la vitalidad con la que escribe a su mujer y a sus hijos, a quienes hace valiosos consejos didácticos y con quienes comparte recuerdos y esperanzas, no simplemente haciendo de necesidad virtud, sino incluso encontrando en las duras condiciones de su destierro el regusto de un viejo sueño o el dejo una antigua promesa.

«Hace tiempo -le dice en una de las cartas a su mujer, Anna Mijáilnova- que he llegado a la conclusión de que a lo largo de la vida nuestros deseos acaban cumpliéndose, pero con un gran retraso y en una forma irreconocible y caricaturesca. En los últimos años tenía ganas de vivir entre las paredes de un laboratorio, y lo he conseguido, pero en Skovorodinó. Quería ocuparme de los problemas del suelo y también lo he logrado, pero aquí. En el pasado soñaba con vivir en un monasterio y ahora habito en uno, pero en las Solovki. En la infancia tenía la aspiración de trasladarme a una isla, de observar la pleamar y la bajamar, de ocuparme de las algas. Ahora estoy en una isla, puedo contemplar la pleamar y la bajamar, y es posible que pronto me ocupe de las algas. Los deseos se cumplen, pero solo cuando ya se han desvanecido y de forma apenas reconocible».

La vida era eso y solo unos pocos hombres y mujeres extraordinarios son capaces de advertirlo: Descubrir en lo que termina lo que acaba de empezar.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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