Por
  • Juan Manuel Iranzo Amatriaín

Las cuatro derrotas de Wall Street

El toro es uno de los símbolos de la Bolsa de Nueva York.
El toro es uno de los símbolos de la Bolsa de Nueva York.
HERALDO

El dolor que nos causan la pérdida de Afganistán y las violaciones de los derechos humanos que prevemos brota con tanta fuerza porque nuestras emociones siguen un guion histórico hondamente grabado en nuestro inconsciente colectivo: el perenne duelo por la sangrienta e irreversible caída de Constantinopla en manos del islam en 1453.

 Hoy cuesta imaginar el retroceso un día de la marea autoritaria que aúna a comunistas chinos, reaccionarios rusos, fundamentalistas islámicos y vulgares tiranos de otros países, quizá porque solo usamos nuestra habitual mirada política cortoplacista. Pero perder la esperanza es la derrota definitiva; así pues, hay que alzar el corazón y con la mirada puesta en un triunfo que aún no sabemos cómo será ni cómo lo lograremos, reflexionar sobre nuestros errores, estudiar las causas del éxito del rival, aprender, apretar los dientes, resistir y pelear con tenacidad e inteligencia churchillianas, un día tras otro, hasta el final.

Ocurrido el mal, afloran las Casandras, analistas que previeron el desastre y a quienes los que debían prevenirlo desoyeron. Ahora sabemos por qué se llama a Afganistán (nudo entre los núcleos de expansión chino, indio, persa y ruso) ‘el corazón del [Viejo] Mundo’ y ‘el destructor de imperios’, y nos informamos de los errores de gestión y cálculo que han llevado a la debacle. Pero estos análisis se quedan en la causa político-militar inmediata y obvian la que, a mi juicio, es la causa última, económica e ideológica, de una derrota que se habría fraguado en Wall Street y cuyo escenario principal no habrían sido los cuarteles donde los afganos decidieron no seguir una guerra que, sin la OTAN, sabían perdida, sino los barrios populares de Estados Unidos y más allá.

Dicen los expertos que pocos imperios resisten una lucha prolongada en dos frentes a la vez (así fracasaron la Roma antigua y la Alemania del siglo XX) y deploran que Estados Unidos se haya implicado en la ‘guerra contra el terror’ a la vez que debe afrontar al ascenso de China. En este diagnóstico mecánico, unido a la demanda populista, nacionalista y aislacionista de no pagar guerras sin claros beneficios económicos, se ha basado la decisión de abandonar a su suerte al pueblo afgano. Pero este diagnóstico es incompleto. En realidad, Estados Unidos lleva más de cuarenta años librando cuatro guerras más o menos globales a un tiempo: contra el integrismo islámico, contra los cárteles de la droga, contra el rival geoestratégico de turno y contra el socialismo. En Afganistán han convergido las cuatro: el Partido Comunista Chino es el gran beneficiado del éxito de unos fanáticos islámicos financiados con el dinero del narcotráfico.

Estados Unidos combate el islamismo radical desde la revolución iraní (1979), pero lo usó contra el régimen prosoviético afgano y le permitió financiarse con el comercio de opio, pese a que desde inicios de los setenta la lucha contra la izquierda armada colombiana se había complicado con la implicación de los cárteles de la droga, hoy tan agresivos en México. Esta es la primera derrota de Wall Street: su puritana y reaccionaria oposición a las políticas sociales que reducirían la demanda y aumentarían la eficacia policial lo involucran en costosas guerras asimétricas difíciles de ganar y financian al enemigo. La causa de la segunda derrota la expone el escritor franco-libanés Amin Maalouf en ‘El naufragio de las civilizaciones’: los prejuicios raciales y religiosos que motivan la sistemática subversión de las fuerzas políticas seculares y/o progresistas del mundo islámico y que han echado a su sociedad civil en brazos de los fundamentalistas.

Esta política extiende la aplicada históricamente, por idénticos motivos, y por imperialismo geográfico, en Iberoamérica, y que ha impedido el desarrollo y transformación de la región en un próspero, estable y leal bastión de la democracia: tercera derrota. Y la cuarta, obviamente, es el auge político-militar chino, financiado por la deslocalización industrial occidental, cuyo doble propósito, logrado, es mantener bajos los salarios metropolitanos (paliados con bajos precios al consumo) y políticamente impotentes a los sindicatos.

La ideología dominante en Wall Street, clasista y antisocial, racista con árabes e hispanos, supremacista protestante e imperialista, lo ha convertido en el peor enemigo de Estados Unidos y de la democracia en el mundo. (Ernest Gellner estableció que existe afinidad, pero no una relación necesaria, entre capitalismo y democracia). Cuando son esos los valores de una potencia, que además se apoya en dictaduras cleptócratas o integristas, aquella pierde legitimidad moral, ingrediente indispensable para la victoria en un conflicto vital.

Juan Manuel Iranzo Amatriaín es doctor en Sociología

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