Por
  • Andrés García Inda

Ignacio de Loyola, 500 años

'Ignacio de Loyola, 500 años'
'Ignacio de Loyola, 500 años'
Heraldo

Ahora que se nos invita constantemente a ser los protagonistas de cada suceso convendría recordar que, muy a menudo, lo que pensamos que son solemnes momentos históricos con el tiempo suelen desvanecerse como la espuma, o se convierten en una simple anécdota de ridículo y vergonzoso recuerdo. 

En cambio en los acontecimientos verdaderamente transformadores somos más bien actores de reparto, surgen incontrolables de lo inédito y solo más tarde somos capaces de percibir su envergadura. La Compañía de Jesús celebra este año el quinto centenario de la conversión de san Ignacio, su fundador, cuya festividad cierra el mes de julio, y cuya hazaña empezó precisamente en una de esas encrucijadas personales no deseadas en las que las circunstancias se convierten en fractura. Puede que el joven Ignacio sintiera que estaba ‘haciendo’ la historia mientras defendía Pamplona con las tropas castellanas del ataque de los franceses, pero su verdadera aventura histórica comenzó en realidad en las horas largas y grises de la convalecencia, inmovilizado y confinado en la torre de Loyola por la herida sufrida en la batalla el 20 o 23 de mayo de 1521.

La Compañía de Jesús celebra este año el quinto centenario de la conversión de
Ignacio de Loyola

Desde niño el pequeño de los Loyola había comenzado una prometedora carrera para convertirse en caballero y hombre de armas. La empezó en Toledo con once años, como paje en la corte de doña Juana de Castilla, a quien seguramente acompañaría a las Cortes de Aragón en Zaragoza, cuando la infanta fue jurada como heredera al trono del Reino de Aragón en octubre de 1502. Luego trabajaría y se formaría en Arévalo junto al contador mayor de Castilla, don Juan Velázquez de Cuéllar; y más tarde serviría como gentilhombre del duque de Nájera. Seguro que durante esos años no solo aprendería el uso de las armas, sino también las artimañas necesarias para escalar y desenvolverse entre las intrigas y los trapicheos de la corte y la vida social, para esconder la debilidad –la incómoda repulsividad de la ocena, las disputas sociales, los fracasos sentimentales...– con el relumbrón del poder y el éxito. Como dice en su autobiografía, era "hombre dado a las vanidades del mundo (...) con un grande y vano deseo de ganar honra".

Por eso la humillación de la derrota en Navarra no sería solo física. Su pierna quebrada y torcida era la imagen del fracaso personal. Y acostumbrado a la actividad física y la vorágine social fue sin embargo en la soledad de las aburridas horas de la convalecencia cuando comenzó su auténtica aventura. Cuando fuera no pasa nada es cuando realmente empieza a ocurrir todo dentro: el asombro del sujeto que accede a la verdad. En eso consiste, como dice la filósofa Catherine Charlier, la conversión, sea filosófica o espiritual: en la búsqueda, la práctica y la experiencia por la que el sujeto opera en sí mismo las transformaciones necesarias para acceder a la verdad. En el caso de Ignacio de Loyola el detonante fue la herida de una bala de bombarda. Y lo que vendría después sería un interminable proceso de búsqueda personal y colectiva. De búsqueda del conocimiento y del desasimiento necesario para reconocer en la realidad lo que ni siquiera somos capaces de ver. Porque en esa indiferencia consiste quizás la clave de la experiencia de Ignacio y de quienes le siguieron: no en la ataraxia o en la apatía, sino en la libertad apasionada que te permite descubrir la huella de lo insólito en todo, incluso en la herida y el dolor, en el fracaso o el tedio de la convalecencia, y que resumiría así en el ‘Principio y fundamento’ de sus ‘Ejercicios Espirituales’: "Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más conduce para al fin que somos criados". Hace unos días, mi amigo Jonás F., que de todo esto sabe mucho más que yo, me subrayaba este aforismo del poeta Christian Bobin, como un categórico resumen de esa experiencia: "Solo se puede ver bien a condición de no buscar el propio interés en lo que se ve".

El fundador de los jesuitas empezó a buscar la verdad dentro de sí mismo,
más allá de las vanidades del mundo, durante su convalecencia

No debe de ser fácil conseguirlo, y esperemos que no nos haga falta el balazo de una bombarda para caer en la cuenta de ese reto, que además imagino interminable. No en vano, los jesuitas llevan quinientos años dedicados a aprenderlo y enseñarlo. Y ahí siguen intentándolo. Pues por otros tantos.

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