Han pasado casi cincuenta años desde la publicación de ‘Los límites del crecimiento’, resultado del informe encargado por el Club de Roma al Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). 

En él se concluía que en cien años alcanzaríamos los límites que el planeta era capaz de soportar si continuaba el ritmo de crecimiento de la población, la industrialización, la contaminación y la explotación de los recursos naturales. Estamos casi a la mitad del plazo y el problema en vez de mejorar se ha ido agudizando.

Muchos hechos muestran que el cambio climático está ya interfiriendo en nuestras vidas: inundaciones, virus, calor extremo. Europa acaba de presentar un Pacto Verde, que plantea la transformación de la economía para llegar a ser el primer continente climáticamente neutro en 2050. Entiendo que por neutralidad se entiende dejar de hacer el daño que hoy hacemos a la sostenibilidad de la vida en el planeta. El problema es cómo educar y educarnos en los límites, cuando todo alrededor parece negarlos. Esta noción, la de los límites, parece difícil de digerir para una sociedad instalada en la convicción de que todo es posible y que el progreso es lineal e inacabable. Pero asumir los límites es clave en nuestra condición de seres finitos. Lo es para la convivencia, para el equilibrio social, en el que los derechos han de equilibrarse con los deberes y lo es para no perdernos en vías transhumanistas negadoras de las bases materiales y biológicas que nos condicionan como cuerpos vivos.