Por
  • Borja Giménez Larraz

El secuestro de la razón

El hemiciclo del Congreso de los Diputados.
'El secuestro de la razón'
Fernando Villar / Efe

Durante la última década el populismo ha anidado en la política de muchos países de Occidente. 

Lo ha hecho en forma de movimiento de extrema izquierda, extrema derecha, o también enarbolando la bandera nacionalista. Democracias plenamente consolidadas se han visto afectadas por esta epidemia. Lo prueba la victoria del ‘brexit’, la presidencia de Trump, el gobierno de Syriza en Grecia, la pujanza del Frente Nacional en Francia o la intensificación del independentismo catalán.

Da igual el signo político. Sus estrategias son siempre las mismas. Buscar uno o varios enemigos, chivos expiatorios, a los que se les hace culpables de todo lo que funciona mal en un país. Las élites, los inmigrantes, la UE, el ‘España nos roba’. Agitan el miedo, la desconfianza y los instintos más primarios de los seres humanos. Fomentan el enfrentamiento como elemento central de su estrategia política. Y ofrecen programas llenos de soluciones milagro a problemas radicalmente complejos. Políticos irresponsables que viven flotando en una permanente levedad argumental.

España no ha sido una excepción. Al calor de la crisis económica, de la corrupción o de las tensiones territoriales han emergido populismos de uno y otro signo. Siempre extremistas. Su contribución a la política española difícilmente puede medirse en términos positivos. Su aportación más destacada es haber sumido el debate político en una progresiva degradación en la que abunda la crispación, el insulto y una alarmante falta de valores democráticos. Allí donde abunda el populismo, principios democráticos como la tolerancia, el respeto al diferente, el pluralismo ideológico, sufren y se desgastan. Y minan el terreno para que se abran debates serios, serenos, con los que abordar los problemas reales a los que tiene que hacer frente la política.

Esta era de los populismos ha construido un mundo de extremos en el que los discursos radicales de unos y otros se retroalimentan. Un mundo de blancos y negros en el que los grises son olvidados. No hay debate importante que rehúya esta condición. Una polarización que se asienta sobre el discurso de chamanes que predican sobre dogmas más propios de la religión que sobre constructos basados en la razón. O negro o blanco, o conmigo o contra mí. Una visión maniquea del mundo que conduce a una perniciosa inhibición de la reflexión y a una infantilización de la política.

La situación exige que los partidos moderados, sean socialistas, liberales, conservadores o lo que sea, reivindiquen sin complejos una forma distinta de hacer y entender la política, desplazando los debates hacia latitudes más templadas

El debate político ha quedado además sometido al dictado de gurús de la comunicación. Los últimos años han traído una política que vive presa del tactismo y del regate en corto, que sólo atiende a estrategias de marketing, pero que poco repara en valores, ideas y proyectos. El Congreso se ha convertido en algo así como un plató de televisión y twitter en el ágora de nuestro tiempo. La comunicación es fundamental en política, nadie puede engañarse al respecto, pero el populismo ha terminado por convertirla en un fin en sí mismo. Esa hipersensibilidad a las encuestas, esa obsesión por los titulares, ese afán por rejonear al adversario, con razón o sin razón, en busca de ganar el favor de los electores acaba por destruir la política de las soluciones.

Es entonces cuando uno siente que el debate político ha sido secuestrado por los extremos, por el populismo. Y que ese espacio en el que abundan las dudas y en el que opera el diálogo y el debate constructivo ha sido orillado. La democracia se base en la confrontación de ideas, que puede ser dura, pero no debería empeñarse en dividir y fomentar el odio y el enfrentamiento entre ciudadanos.

En España la tormenta populista no llega a cesar. La situación exige que los partidos moderados, sean socialistas, liberales, conservadores o lo que sea, reivindiquen sin complejos una forma distinta de hacer y entender la política, desplazando los debates hacia latitudes más templadas. Exige evitar caer en la tentación de emularlos y alimentarlos en busca de supuestos réditos electorales. Si se quiere construir una sociedad avanzada, abierta e integradora, es necesario combatir desde las ideas el sectarismo y las políticas excluyentes que propugna el populismo y que representan un peligro cierto para nuestra democracia. 

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