Educar para un mundo pasado

Aránzazu Gasca Andreu, en su clase de Física y Química en el IES Miguel Servet de Zaragoza
'Educar para un mundo pasado'
Toni Galán

La escuela disfruta de su merecido descanso. 

El curso ha sido complicado. Esfuerzos múltiples mejoraron lo muy difícil y lo convirtieron en posible. Se supieron gestionar dificultades y superar miedos, o esconderlos para que no se multiplicaran. Ese fue un mérito sobre todo del profesorado, artífice de la esperanza porque la profesión sigue siendo vocacional. ¡Quién suponía que se vería implicado en esos menesteres! El alumnado ha puesto mucho de su parte, adquiriendo hábitos que parecían imposibles. Las aulas ahora cerradas guardan vivencias personales y esconden incógnitas sobre cómo será la vuelta en septiembre, si la experiencia pasada habrá transformado el latido de la educación.

Pocas veces esa escuela que ha luchado con éxito contra la pandemia ha sido la protagonista en el ámbito social en forma de ánimos y gratitudes, ni en los medios de difusión. Tampoco le han llegado miradas agradecidas desde la escena política o de los gestores educativos. Por eso no debe sorprendernos que buena parte del profesorado haya sentido la soledad ante la falta de escucha de sus temores y necesidades. No siempre lo ha confortado la comprensión de las familias, absortas en otras necesidades. Por eso ha sentido cierta frustración (personal, profesional y como parte de un equipo) por no poder dar al alumnado todo el afecto y magisterio que merecía en este periodo tan complicado. En especial a aquel que debía remontar muchas más desigualdades que el resto causadas por el entorno familiar o por ciertos grados de discapacidad.

El responsable educativo de la OCDE ha señalado que la educación española prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe. Una crítica que no deberíamos pasar por alto

Desde hace décadas se escucha que la educación en España necesita un cambio estructural. Las sucesivas leyes apenas han respondido a coyunturas: pongo esto y quito lo otro. Al final la esencia escolar inconcreta puede con todo y gana la batalla a la necesaria renovación. Aunque quien lance la reforma espere que las cosas cambien de verdad, da la impresión de que falta convicción. Al menos así lo sugieren los recursos invertidos y los resultados más visibles en forma de las capacidades universalizadas en la población escolar.

Lo aseguran varios estudios pero la crítica también llega de personas relevantes del mundo educativo. No parece sorprendernos la afirmación de que la educación española prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe. Son palabras casi textuales pronunciadas recientemente por Andreas Schleicher, director del área educativa de la OCDE. Añadía que la escuela de aquí está volcada más en enseñar a repetir contenidos que en desarrollar capacidades para que el alumnado aplique sus conocimientos en resolver situaciones más o menos cercanas o cuestiones problemáticas nuevas, siempre en relación con sus capacidades. Semejante opinión hubiera merecido un serio debate en sede parlamentaria, del Estado y de cualquiera de las comunidades autónomas. Por lo que conocemos, no ha sido así. En ocasiones nos preguntamos qué debe acontecer para que la educación sea una prioridad social que vaya más allá de los aplausos o gritos por si se cambia o no una ley.

Urge que la sociedad española le dé a la enseñanza la prioridad que requiere

Cada curso que pasa de forma anodina se pierde la ocasión de reformar de verdad, de reconocer qué valores se deben enseñar o qué sociedad es la que replica la escuela, qué indicadores se emplean para valorar el camino recorrido. Hace unos años manteníamos la demanda de que la justicia educativa recondujese siempre toda la enseñanza obligatoria. Para situarnos hoy miramos hacia el abandono escolar, los resultados diferenciados o los desajustes sociales relacionados con la multiforme educación o con su falta. También al malestar de los sectores implicados, nunca ausente.

Pronto llegará septiembre. Ojalá la educación se renueve de forma progresiva para recorrer un camino adaptado a los nuevos tiempos y necesidades. Para ello necesita una profunda reflexión colectiva y múltiples recursos que consigan colocarla en el eje central de la vida social. Para conseguirlo habrá que repensar aquello que decía John Dewey hace cien años de que la educación no solo es un proceso para encaminar la vida sino que es la vida en sí misma. Se merece el disfrute de un verano sanatorio y renovador para que la vuelta a las aulas no sea un calco difuso del pasado sino el comienzo de algo diferente.

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