Fin de curso
La memoria es una amiga traidora que, en cuanto puede, nos pone la zancadilla.
Empezamos el curso con la paranoia del hidrogel y la mascarilla, gestionando la descompensación emocional y académica heredada y adquiriendo una inesperada capacidad para el malabarismo con aquel invento efímero de la semipresencialidad. Llegó el frío y las afonías dispararon la compra de altavoces portátiles, y los alumnos volvieron y con Filomena entendimos qué es el revanchismo nada sutil, cuando se modificó el calendario sin preocuparse de ajustar las jornadas parciales o la realidad de la distribución horaria de las asignaturas. Llegó la vacuna y nos pautaron Astra Zeneca, felices de evaluar de manera telemática, al menos no nos encerramos todos en la misma sala. Revisábamos el calendario y aquel invento de las evaluaciones extraordinarias se antojaba un apaño incierto. No se perderá un mes, dijeron y volveréis a juntaros todos para poner las notas. Numéricas, por supuesto. Las competencias son neolengua fallida, pero seguid usándola. Firmamos consentimientos, consultamos a veterinarios y todos juntos sin segunda inyección otra vez. Y volvieron los casos. No vi salas de profesores llenas de camisetas verdes. Los sindicatos están más preocupados por los indultos. A mí me queda el dibujo que me dio Jonathan el último día, unos poemas con celo en las paredes, seguir vivo, la reflexión y el amor por esta vocación heredada. Pero sí, sus hijos, mis hijos, nuestros hijos han perdido un mes este curso.