Por
  • Octavio Gómez Milián

Fin de curso

Estudiantes del instituto Goya de Zaragoza atienden al profesor al inicio de una clase, ayer.
'Fin de curso'
Guillermo Mestre

La memoria es una amiga traidora que, en cuanto puede, nos pone la zancadilla.

Empezamos el curso con la paranoia del hidrogel y la mascarilla, gestionando la descompensación emocional y académica heredada y adquiriendo una inesperada capacidad para el malabarismo con aquel invento efímero de la semipresencialidad. Llegó el frío y las afonías dispararon la compra de altavoces portátiles, y los alumnos volvieron y con Filomena entendimos qué es el revanchismo nada sutil, cuando se modificó el calendario sin preocuparse de ajustar las jornadas parciales o la realidad de la distribución horaria de las asignaturas. Llegó la vacuna y nos pautaron Astra Zeneca, felices de evaluar de manera telemática, al menos no nos encerramos todos en la misma sala. Revisábamos el calendario y aquel invento de las evaluaciones extraordinarias se antojaba un apaño incierto. No se perderá un mes, dijeron y volveréis a juntaros todos para poner las notas. Numéricas, por supuesto. Las competencias son neolengua fallida, pero seguid usándola. Firmamos consentimientos, consultamos a veterinarios y todos juntos sin segunda inyección otra vez. Y volvieron los casos. No vi salas de profesores llenas de camisetas verdes. Los sindicatos están más preocupados por los indultos. A mí me queda el dibujo que me dio Jonathan el último día, unos poemas con celo en las paredes, seguir vivo, la reflexión y el amor por esta vocación heredada. Pero sí, sus hijos, mis hijos, nuestros hijos han perdido un mes este curso.

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