Por
  • Gregorio Colás Latorre

Aragón, tierra de pactos

Opinión
'Aragón, tierra de pactos'
POL

Aragón tierra de pactos es la expresión utilizada por políticos, empresarios y sindicalistas para explicar difíciles acuerdos políticos o laborales. 

Incluso en esa creencia están muchos aragoneses. Personalmente estimo que se trata tan solo de una reminiscencia de nuestro pasado foral, del que dan cuenta calles, plazas y monumentos de nuestras ciudades y que irremisiblemente se ha perdido.

El pacto sí estuvo presente en el pasado con una presencia tan fuerte en la conciencia del pueblo aragonés que su sombra ha llegado hasta nosotros. Los fueros, es decir, las leyes, que rigieron la vida de nuestros ancestros desde fines del siglo XIII hasta 1707, son el resultado de un pacto, de un gran pacto, entre el rey y el reino para limitar la actuación política. Ese acuerdo dio nombre al régimen político que cobijo la vida de los aragoneses durante varias centurias: pactismo, que podríamos traducir por constitucionalismo feudal, si por constitucionalismo se entiende el marco jurídico que regula la vida política de un país. Eso es lo que tuvieron los aragoneses desde fines del siglo XIII, unas leyes fundamentales que sustentaban todo el edificio político del reino y a las que estaban sometidos todos, incluido el propio monarca. El pactismo era también el régimen político del reino de Valencia y del principado de Cataluña, aunque nunca alcanzaron la perfección del aragonés.

Cuando decimos todavía que Aragón es tierra de pactos, estamos manejando las
reminiscencias de una historia en la que el pactismo configuró las instituciones
‘constitucionales’ aragonesas, propiciando un equilibrio entre el rey y el reino

Mientras Europa está sentando las bases del absolutismo, unos pequeños territorios del noreste de la Península Ibérica caminaban hacía un régimen que limitaba la autoridad real. Hay por tanto una evolución distinta que conviene explicar. Para ello es necesario retrotraernos al siglo XIII. El descontento que dejó en Aragón la conquista de Valencia y la amenazante política exterior de Pedro III impulsó a los aragoneses a enfrentarse a su monarca. Cuando fueron llamados a las armas para ir contra Francia, se negaron a acudir. El artífice de esta rebelión incruenta fue la nobleza pero tuvo el acierto de sumar a su causa a las oligarquías urbanas, es decir, al tercer estado. En 1283 fueron convocadas Cortes en Zaragoza. Tras largas negociaciones, las dos partes, rey y reino, llegaron a un acuerdo (pacto) que recibió el nombre de Privilegio General de 1283 y ha sido calificado como uno de los textos constitucionales más importantes de la Edad Media. Después de unos años de tensiones, el Privilegio quedó confirmado definitivamente por Pedro IV en 1348.

Siempre con ese marco jurídico como referente, los aragoneses y la monarquía levantaron todo el edificio político del reino. Un edificio que está penetrado de espíritu pactista. Las leyes o los fueros debían ser aprobados por unanimidad de brazo y de brazos en Cortes. Cada ley necesitaba el sí de todos los miembros de la cámara, incluido el propio rey, para su aprobación. Esa unanimidad forzaba lógicamente a la negociación hasta acomodar la voluntad de todos en una sola que se suponía representaba el bien común. Detrás de cada ley había un pacto primero entre los estamentos y después entre el rey y el reino. A pesar de esas dificultades, que se presuponen, las Cortes aprobaban las leyes por unanimidad. De ahí que se dijera que cada ley en Aragón era poco menos que un milagro.

Este espíritu de pacto, esa convicción de que es necesario ceder en aras del bien común aparece en las propuestas dadas por los concejos a sus síndicos o procuradores para llevar y discutir en Cortes. Llegado el momento de acudir a la Magna Asamblea, cada corporación entregaba a sus representantes dos pliegos de instrucciones: uno con los temas que eran perentorios para el concejo y otro con las cuestiones que debían ser tratadas para el bien universal del reino. El interés de cada miembro de la asamblea debía confrontarse con el resto en busca del acuerdo. Ese mismo espíritu se aprecia en el resto de las instituciones. Quizá el ejemplo más claro sea el del justiciazgo. Hasta 1592 el cargo era vitalicio y nombrado por el rey. Sin embargo, sus lugartenientes, que eran en definitiva quienes llevaban la institución, eran elegidos en Cortes por el reino. Si en el absolutismo todo el orden legislativo, judicial e institucional se levanta sobre la persona real, el rey hace y deshace a su antojo. Las Cortes tan solo tienen la misión de votar los servicios a la monarquía y asesorarla si pide consejo. En el pactismo las Cortes, rey y reino, hacen las leyes y crean las instituciones, votan los servicios, reparan agravios. De ahí la importancia de la institución que era en definitiva expresión viva de la condición pactista aragonesa. No es extraño que de todo ese espíritu haya quedado al menos una sombra del mismo.

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