Guías turísticas

Opinión
'Guías turísticas'
Pixabay

Hace apenas cuatro días tiré a la basura unos tetrabriks de crema de verduras que habían caducado. 

Los tenía apilados en un rincón de una estantería que está al lado de la lavadora. Los compré el viernes 13 de marzo de 2020 en un supermercado que hace esquina y donde por primera vez vi a alguien haciendo la compra con dos mascarillas, guantes y gafas de sol a las ocho de la tarde. "Si no lo mata el coronavirus, lo mata el canto de una estantería", pensé. Ya no había papel higiénico y compré bastantes latas, pan de molde, leche, platos precocinados y pepinillos agridulces; víveres esenciales para sobrevivir. Me metí en casa, una buhardilla del centro de Madrid, para quince días. Salí mes y medio después sin haber perdido gusto ni olfato, ni haber tenido fiebre. Antes, me compré una bicicleta elíptica por internet y un cable estéreo para conectar el altavoz con la televisión porque el ‘bluetooth’ forma parte de ese club que, junto con los infrarrojos, nunca termina de funcionar bien.

Trabajaba unas 14 horas diarias en mi periódico y eso me ayudaba a no pensar que el virus circulaba también por Casetas, donde viven mis padres, o por el Clínico San Carlos de Madrid, donde mi hermana hacía la residencia de Medicina. Y un día, cuando nos dejaron salir a pasear, fui a darme un garbeo y a la media hora estaba en casa porque había quedado para una videollamada con mis amigos de Zaragoza. Estaba en casa, en la buhardilla, y estaba bien porque todos estaban bien: yo tenía trabajo, salud, y mi gente no tenía tos.

Me he quedado pensándolo mirando la bolsa de basura con los tetrabriks, que es consecuencia de un adiós a esa buhardilla por los rigores de una mudanza a un apartamento que mira de reojo al Palacio Real. Un lugar que puedo pagar porque la voracidad del turismo se ha apagado, y que me arranca de un torreón de vigas de madera donde viví en soledad una de las experiencias más raras de mi vida porque, por primera vez, sentí que ese miedo latente al paso del tiempo, el que de verdad nos acaba arrebatando las cosas, se puede comprimir y aun así toca buscar rincones de calma, toca tirar. Así que dejo una casa en la que me hice más mayor, a un inquilino que no sabrá quién soy. Por eso las ciudades son paisajes personales y las guías turísticas nunca explican un lugar.

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