Por
  • Eva Pérez Sorribes

15-M

Acampada en la plaza del Pilar de Zaragoza, el 21 de mayo de 2011.
'15-M'
José Miguel Marco

Las comparaciones no solo son odiosas, también injustas y a veces inevitables. 

Hace diez años, un día como hoy, las plazas de las capitales de España se llenaron de acampadas urbanas que pedían justicia, democracia, empleo y vivienda. Hace solo una semana, una noche como la de hoy, varias de esas plazas se llenaron de juerguistas y borrachos para celebrar el fin del estado de alarma como si no hubiera un mañana ni una pandemia. Hace una década se reclamaba lo colectivo, y hoy triunfa –travestido de engañosa libertad– el individualismo más frívolo y rampante. Y se traduce, hoy como entonces, en la política. De aquellas plazas se rejuveneció el Congreso, surgieron nuevas siglas y brotó esperanza. Se cuestionó el poder y el contrapoder, se pidió protección para los vulnerables y se colaron en la agenda pública asuntos como los desahucios, la pobreza energética o la desigualdad. Se reclamó más participación y mejor representación, se exigió rendir cuentas, lo mismo que ahora se exigen bares y cañas. ¿Cuándo y cómo se fue todo por el desagüe? La izquierda perdió la oportunidad de convertir lo deseable en realidad tangible y posible –enredada como siempre en divisiones internas y gestiones ineficientes– y la derecha se alineó con el populismo para intentar no cambiar nada. Pero es el mito de Lampedusa al revés, porque avanza la historia a nuestro pesar y nada sigue igual aunque lo parezca. Solo que los cambios, disfrazados y reducidos al corte de una coleta, van mucho más allá y no se adivinan ni de lejos atisbando solo el fondo de una cerveza.

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