Por
  • Andrés García Inda

Una duda

Opinión
'Una duda'
ISM

No estoy seguro. Se supone que una tribuna de opinión es un espacio en el que ofrecer criterios sólidos para interpretar la realidad y hacer propuestas, más que para formular preguntas. 

Pero hasta en esto estoy fuera de sitio y aprovecharé la ocasión para plantearles una duda sobre la que tal vez ustedes se hayan formado más y mejor opinión, y puedan así ayudarme. La cuestión tiene que ver con la relevancia o el impacto jurídico-político que deben tener las expresiones de identidad. Me explicaré.

De todos es sabido que vivimos tiempos no ya de preocupación sino de verdadera obsesión por las cuestiones identitarias, por salvaguardar y proteger aquello que nos define personalmente, entendiendo además –¿malentendiendo, quizás?– que la autenticidad reside en la originalidad y en la elección libre, sin ningún tipo de interferencias, de lo que queremos ser. ¡Como si eso fuera posible! Porque la identidad es en realidad el resultado de una compleja trama de circunstancias y factores diversos que nos configuran, tanto de carácter físico o biológico (como el aspecto o la salud, que en parte van en nuestra herencia genética), como de carácter social y cultural (y que también dependen de la lotería social); y muchos de ellos no los elegimos. Pero de todos los hilos de esa urdimbre, por así decirlo, solo algunos tienen trascendencia a efectos de identificación jurídico-política. Porque eso que llamamos rasgos de identidad, desde un punto de vista jurídico-político, no es al fin y al cabo sino los criterios de identificación que utilizamos para el reconocimiento y atribución de derechos y obligaciones.

Las cifras de personal interino en todos los niveles de la Administración pública son a todas luces excesivas, hay que reducirlas mediante los oportunos concursos u oposiciones

Muchos de los rasgos que en otro tiempo se utilizaban para esa identificación hoy consideramos que ya no deben serlo (las creencias o las opiniones políticas, por ejemplo), y otros lo son únicamente en algunos casos (por ejemplo, la estatura personal no es relevante, salvo que se quiera acceder a determinadas profesiones u oficios). En cualquier caso, lo que parecía buscarse era cierta objetivación de tales criterios, para hacerlos además más universales. En nuestro tiempo, sin embargo, y en consonancia con la deriva emocional en la que vivimos ("eres lo que sientes") parece querer invertirse ese proceso, como si las normas de identificación social e institucional tuvieran necesariamente que reflejar las propias emociones y sentimientos, más bien volátiles.

Fernando Savater escribió hace tiempo que él no se sentía español, sino que sabía que lo era, además de muchas otras cosas. Vaya usted a saber cómo se siente ahora, pero ya entonces exigir que el documento nacional de identidad reflejara sus sentimientos le parecía tan absurdo como lo contrario, como si, por ejemplo, para reconocer la vecindad aragonesa se exigiera al ciudadano emocionarse con algo (¿qué hay que "sentir", para "ser" eso?). Eso no quiere decir que lo que uno (se) siente no sea importante, tanto personal como políticamente. La duda que me surge, y que humildemente les planteo, es si eso que uno siente es lo que debe tomarse como el principal (si no único) criterio de identificación.

Les pondré otro ejemplo: ¿debe autorizarse que una persona que siente que su edad legal no se corresponde con su experiencia personal, la cambie? ¿bastaría con que esa persona sienta que su edad es otra? A algunos de ustedes les pasará, como a mí, que nos hacemos conscientes de la edad que realmente tenemos cuando nos toca subir más de dos veces seguidas las escaleras (y más en estos días, que ando con la imaginación atrapada en alguna noche de verano de hace más de treinta años por culpa del documental sobre los ‘Héroes: Silencio y Rock&Roll’). La pregunta no es una mera provocación dialéctica. Hace pocos años, un ciudadano holandés que entonces cumplía 69 reclamó que se le reconociera como una persona de 40, la edad que según él se correspondía con su estado físico y, sobre todo, su identidad personal (véase un debate al respecto en el ‘Journal of Medical Ethics’ de 2019).

Seguro que a ustedes se les ocurren otros ejemplos. La cuestión, como les decía, no es si nuestras emociones son importantes a efectos de configurar nuestra identidad, sino la relevancia jurídico-política de algo tan subjetivo, mudable y manipulable, por muy sinceros que seamos. Todo el mundo tiene derecho a sentirse como quiera, ¿pero son esos sentimientos lo que el Derecho debe registrar? ¿y basta con ellos o deberíamos exigir algo más cuando hablamos de derechos y obligaciones? Ayúdenme.

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