Por
  • Pedro Rújula

Napoleón

Opinión
'Napoleón'
Pixabay

Después de tres meses de navegación, una desapacible noche de octubre de 1815, el emperador llegó a Santa Elena, la pequeña isla del Atlantico sur que sería su último destino en la tierra. 

Alejado más de siete mil kilómetros de París y casi dos mil de la masa continental más próxima, en este peñón cuya superficie era menor que el término municipal de Alfajarín, Napoleón se propuso recapitular sobre lo que había sido su vida. La decisión de hacer balance, precisamente entonces, contiene un rasgo de fatalidad, la voluntad sometida de un hombre que se sabe en un lugar del que ya no se vuelve.

Sumido en las brumas que de continuo envolvían la isla Napoleón dictará sus memorias. "Sire, viviremos del pasado", le dice el conde de Les Casses tratando de dotar de sentido a una existencia sin más horizonte ya que rememorar una de las biografías más convulsas y complejas de cuantas puedan llegarse a imaginar. Los cortesanos de la desgracia que acompañan al emperador funden su memoria con la del gran hombre construyendo un relato sin otro aval documental que la experiencia y los recuerdos grabados en la conciencia de haber protagonizado una enorme aventura colectiva.

Mezclando el pasado con el presente, en un ejercicio de memoria vital y desesperada fue naciendo el ‘Memorial de Santa Elena’ a medida que se desgranaban los días y los recuerdos en un lugar irreal fuera del tiempo. El aliento del hombre que recordaba se detuvo hace ahora doscientos años, el 5 de mayo de 1821.

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