Por
  • José María Gimeno Feliu

La salud no tiene precio

Varias ambulancias, junto a la puerta de consultas externas del Hospital Clínico.
'La salud no tiene precio'
Guillermo Mestre

Existe un dicho, "la salud no tiene precio", que viene a referir la importancia que para los ciudadanos tiene una buena salud. 

La pandemia ha hiperbolizado este pensamiento, complementado con la idea de que no hay economía sin salud (lo que justifica las restricciones para combatir el virus). Sin embargo, se observan decisiones o planteamientos que no se alinean con esta máxima. Queremos salud, pero muchas decisiones personales ponen en riesgo tal objetivo (los incumplimientos de la limitación del contacto social durante la pandemia son un buen ejemplo). La falta de cultura en salud pública (y de medios suficientes), junto con la ausencia de una educación que ponga en valor al otro suponen una clara limitación al objetivo de la salud. Invertir aquí se convierte en una medida de primer nivel. La salud no tiene precio, pero si determinadas actividades facilitan ingresos (como puede ser el tabaco, causante de muerte y enfermedad), se cierran los ojos y se tolera. Aquí el precio sí importa.

Si la salud no tiene precio, resulta difícil de explicar que los recursos públicos dedicados a la sanidad se gestionen desde una perspectiva de ahorro más que de mejor resultado. Si algo ha puesto de manifiesto la pandemia es que hay que reforzar nuestro sistema sanitario público con mejores instalaciones, mejor gestión y, por supuesto con más y adecuado reconocimiento al personal sanitario. Invertir con generosidad en este aspecto, con una leal colaboración del sector privado, puede ser una de las mejores decisiones públicas como país.

La experiencia de la pandemia y de la adquisición de las vacunas demuestra que
tenemos que repensar nuestro modelo de gestión de la salud pública y del sistema sanitario

Tampoco se alinea bien con la mejor salud el pensamiento economicista vinculado a reducción de precios en la provisión de servicios sanitarios o de medicamentos, pone en riesgo la propia esencia del modelo. Sirva de ejemplo la adquisición de vacunas, donde, por indebida aplicación de principios que guardan mala relación con el bien jurídico superior o por la falta de adecuada planificación en un ‘mercado’ imperfecto y limitado de escala mundial que requiere de predictibilidad, se produce un efecto bumerán, impidiendo la rápida inmunización. Se confunde el procedimiento con el fin y se imponen rutinas sin valorar su impacto sobre la salud real.

Lo mismo sucede con la gestión ‘de la salud’, a veces lastrada por falta de cooperación (o con demasiada atomización administrativa), o por la autocomplacencia del ‘siempre se ha hecho así’, que impide migrar hacia nuevas ideas, como la de trabajar en procesos y en modelos que pongan en valor el resultado. Existen ya experiencias que han validado este nuevo camino que nuestros responsables políticos deberían asumir.

Si la salud no tiene precio es necesario un cambio de cultura y poner luces largas. En primer lugar, de los ciudadanos hay que esperar que sean corresponsables de la mejor salud pública, asumiendo que no existe el riesgo cero y que por encima de la salud individual debe estar la colectiva. El derecho a la salud desborda su dimensión personal y un enfoque global ayudará a una mejor calidad asistencial. Este nuevo enfoque implica un mayor esfuerzo presupuestario y otra perspectiva en la consecución de mejores resultados: el énfasis no debe estar en su consideración como gasto, sino en la mejor prestación, que pueden rendir más que un recorte de costes o que la reducción de precios. La nueva era de la asistencia sanitaria obliga a replantear nuestro modelo de ‘compra de salud’. La adquisición masiva de vacunas ha puesto de relieve la cooperación a nivel supraestatal y la variabilidad de técnicas jurídico-públicas distintas al tradicional contrato público para adquirir vacunas desde una perspectiva exclusiva de salud de la ciudadanía.

Hace falta más inversión, pero también innovar y romper inercias

Por último, la salud implica solidaridad a nivel mundial. Las enfermedades no conocen fronteras y por ello debemos ampliar las medidas (como el proyecto Covax, para vacunas al tercer mundo) más allá de nuestro ámbito.

La salud no tiene precio, es cierto, pero debemos cambiar ciertas rutinas para pensar formas de gestión de la sanidad que, desde una perspectiva centrada en el paciente, permitan avanzar hacia modelos más eficientes, equitativos y con dinámica transformadora.

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